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Año 4 #43 Mayo 2018

La mayor

Ha dicho Humberto Beck: “Imaginar un relato que verifique la imposibilidad de la experiencia, que suponga al recuerdo como el contrapunto inasible de esa oquedad. Suponer una voz que, al espacio en el que alguna vez fue posible la experiencia, oponga una suerte de desierto de sentido, un territorio en el que se hayan cortado todos los lazos entre el suceso y el recuerdo, donde la fractura entre la memoria y los acontecimientos constituya una alteración en la estructura de los sentidos y en la certeza sobre la existencia del mundo. Esbozar una narración en la que, cuando el recuerdo se extinga, cuando la conexión entre la sensibilidad y la evocación de las asociaciones agonice, la idea de la experiencia se vuelva inverosímil, y esta imposibilidad produzca una grieta en el ser de las cosas. Que así se sugiera, quizá, la desaparición de los objetos –el mundo de lo objetivo–, y de la subjetividad, la viabilidad misma del yo.”  […] “Que ese atisbo sea, tal vez, el lenguaje, la prueba de que el hueco de la experiencia puede ser narrado, de que los relatos son objetos que contienen y crean el mundo en donde antes no había nada. Contemplar una aparición en la que se presienta dolorosamente que el texto, aunque murmure sobre el vacío, puede ser la semilla de la experiencia que viene.”

[Humberto Beck, (Monterrey, México, 1980) es historiador, ensayista y editor. Estudió relaciones internacionales en El Colegio de México y un doctorado en historia intelectual en la Universidad de Princeton. Ha trabajado como editor en línea de Letras Libres y fue fundador y codirector editorial de Horizontal.]

 

La mayor

De Cuentos completos, Seix Barral, 2001. 

Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, de golpe ahora, fuera de sí, en otro lugar, conservado mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té que humea, los años: mojaban, en la cocina, en invierno, la galletita en la taza de té, y sabían, inmediatamente, al probar, que estaban llenos, dentro de algo y trayendo, dentro, algo, que habían, en otros años, porque había años, dejado, fuera, en el mundo, algo, que se podía, de una u otra manera, por decir así, recuperar, y que había, por lo tanto, en alguna parte, lo que llamaban o lo que creían que debía ser, ¿no es cierto?, un mundo. Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada. Sopo la galletita en la taza de té, en la cocina, en invierno, y alzo, rápido, la mano, hacia la boca, dejo la pasta azucarada, tibia, en la punta de la lengua, por un momento, y empiezo a masticar, despacio, y ahora que trago, ahora que no queda ni rastro de sabor, sé, decididamente, que no saco nada, pero nada, lo que se dice nada. Ahora no hay nada, ni rastro, ni recuerdo, de sabor: nada. El fluorescente, que titila, imperceptible, hunde y saca de lo negro, alternadamente, en el atardecer, la cocina. Me paro, con la taza en la mano, y salgo a la penumbra azul. Es fría y cintilante. Está la escalera, desnuda, que sube hacia la terraza. Ahora voy avanzando, en el aire azul, en la terraza, y en la penumbra azul, en la altura, en el cielo, está la luna. El gran círculo amarillo comienza, por decir así, a brillar. Y en la penumbra azul, desde el centro de la terraza abierta, los techos, las terrazas, las ventanas iluminadas, los monoblocs, el rumor de las seis que sube, monótono, desde las calles, mientras voy, con la taza en la mano, hacia mi cuarto. Ahora estoy sentado frente a la mesa, la taza vacía a un costado de las manos apoyadas sobra la carpeta verde donde dice, en tinta roja, en grandes letras de imprenta, PARANATELLON. Estoy inmóvil: una mano apoyada en el dorso de la otra, sobre la carpeta verde, cerrada, donde dice, en tinta roja, en grandes letras de imprenta, irregulares, rápidas, PARANATELLON. La taza vacía está a un costado, junto a la carpeta, contra un fondo de libros amontonados, de papeles, y un vaso lleno de lápices, de lapiceras, de biromes. Y en la pared amarilla, al alzar la cabeza, enmarcado por cuatro varillas negras, entre cuatro márgenes blancos, anchos, el Campo de trigo de los cuervos. No pienso nada, lo que se dice nada. Y no recuerdo, tampoco, nada: no sube, por decir así, ¿desde dónde?, ningún relente, nada. No estoy tampoco en otro lugar: es siempre, ahora, el mismo, frío, iluminado, con los libros amontonados, y los papeles, y el Campo de trigo de los cuervos, lugar. Estoy estando siempre, ahora, en el mismo, con la taza vacía y las manos cruzadas sobre el PARANATELLON, sobre la mesa, lugar. Y ahora me estoy levantando, estoy yendo por la terraza ahora negra, entre las luces fijas que brillan, en círculo, a mi alrededor, desde los techos y las ventanas y las terrazas que se han borrado, viendo la luna dura, fría, redonda, que brilla, sin destellar, en el cielo. En el cielo de las siete, en invierno, está, redonda, fría, brillando sin destellar, decía, la luna. Y decía que otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en el atardecer, en la cocina, en invierno, la galletita, y subían, después, la mano, desde la taza de té, a la boca, dejaban la pasta azucarada, durante un momento, en la punta de la lengua, y en seguida, ¿y desde dónde?, subía, como un vapor, el recuerdo. Y decía: que dejaba atrás la cocina, entraba en el aire azul y subía, con la taza en la mano, las escaleras. Con la taza en la mano: las escaleras. Estaba, en el cielo de las seis, dura, brillante, sin destellar, decía, la luna. Y decía: que la luz del fluorescente, titilando, imperceptible, hundía y sacaba, alternadamente, entera, de lo negro, la cocina. Ahora estoy estando en la punta de la escalera, en el aire oscuro, frío, de las ocho: y ahora estoy estando en el último escalón, estoy estando en el penúltimo escalón, estoy estando en el antepenúltimo escalón ahora. En el ante antepenúltimo ahora. Y ahora estoy estando en el primer escalón. Decía que ellos, otros, en otro, como quien dice, lugar, mojaban, durante un momento, en la taza de té, la galletita, se la llevaban, en seguida, a la boca, dejándola un momento reposar sobre la punta de la lengua, y empezaban, después, a drenar, por decir así, el bloque, empastado, de los años, porque había, todavía, para ellos, o en ellos, años, y decía que iba subiendo después, con la taza en la mano, las escaleras, que iba atravesando, en la penumbra azul, la terraza, y que miraba, alternadamente, la luna fría, las luces nítidas, girando, inmóviles, y en su lugar, alrededor, los techos, los patios negros, las terrazas, y que estaba mirando, más tarde, las manchas amarillas, azules, verdes, negras, pardas, enmarcadas, con mucho blanco alrededor, entre las varillas negras, que sobre un fondo, desordenado, de papeles, de libros, estaban la taza vacía, las manos cruzadas sobre la carpeta verde, bajo las letras irregulares, rápidas, en tinta roja, que decían PARANATELLON, que estaba estando, primero, en el último escalón, en el penúltimo, en el antepenúltimo escalón, en el ante antepenúltimo, en el primer escalón, en el patio, yendo otra vez, con la taza vacía, a la cocina que entra y sale, en su lugar, una y otra vez, imperceptiblemente, como todo lo demás, de lo negro. El chorro de la canilla cae sobre la taza vacía, y el agua humeante desborda. Me llegan, desde la sala, peculiares, las voces de la televisión, y subrayándolas, por debajo, o por encima más bien, o detrás, si se quiere, de a ráfagas, la música. Como solo. La carne fría, fibrosa, y el pan de la mañana, amasijados, mezclados, pasan, de a pedacitos, por la garganta. El vino negro los disuelve y los empuja hacia atrás, hacia el fondo. Han de estar, en la oscuridad, uno detrás de otro, bajando. Han de irse depositando en el fondo, donde la maquinaria ha de haber comenzado, ya, a trabajar. Y cuando me levanto, la comida, que ya es recuerdo, queda, en otro, por decir así, y en el que estoy todavía estando, y que debiera, sin embargo, ser el mismo, lugar. Ahora estoy estando en el primer escalón, en la oscuridad, en el frío. Ahora estoy estando en el segundo escalón. En el tercer escalón ahora. Ahora estoy estando en el penúltimo escalón. Ahora estuve o estoy todavía estando en el primer escalón y estuve o estoy todavía estando en el primer y en el segundo escalón y estuve o estoy estando, ahora, en el tercer escalón, y estuve o estoy estando en el primer y en el segundo y en el cuarto y en el séptimo y en el antepenúltimo y en el último escalón ahora. No. Estuve primero en el primer escalón, después estuve en el segundo escalón, después estuve en el tercer escalón, después estuve en el antepenúltimo escalón, después estuve en el penúltimo y ahora estoy estando en el último escalón. Estuve en el último escalón y estoy estando en la terraza ahora. No. Estuve y estoy estando. Estuve, estuve estando estando, estoy estando, estoy estando estando, y estoy ahora estuve estando, estando ahora en la terraza vacía, azul, sobre la que brilla, redonda, fría, la luna. Fija, en el cielo, lisa, borrando, a su alrededor, las estrellas, y frente a mí, y refractaria, a su modo, chata, imaginaria, un nombre únicamente, una palabra, la luna. Enciendo, en el cuarto helado, la luz. Sobre la mesa, contra un fondo desordenado de libros, de papeles, a un costado del vaso lleno de lápices, de biromes, rojas, negras, verdes, azules, la carpeta verde, cerrada, en cuya tapa estoy escribiendo, en grandes letras rápidas, nerviosas, con tinta roja, PARANATELLON. Y en la pared, sobre el escritorio, con mucho blanco alrededor, detrás del vidrio, el Campo, ¿pero es verdaderamente un campo?, de trigo, ¿pero es verdaderamente trigo?, de los cuervos, y uno podría, verdaderamente, preguntarse si son verdaderamente cuervos. Son, más bien, manchas, confusas, azules, amarillas, verdes, negras, manchas, más confusas a medida que uno va aproximándose, manchas, una mancha, imprecisa, que se llama, justamente, así, porque de otra manera no se sabría, que no es, o que no forma parte, del todo: un límite. Y la llama del fósforo que llevo, con cuidado, hacia el cigarrillo que cuelga de los labios, ondula, una mancha, amarilla y azul, móvil, y se estremece, después, entera, cuando la soplo, varias veces, antes de apagarse. El humo sube, en la habitación, inmóvil. Va, por decir así, dispersándose. En el aire, iluminado, arabescos y láminas, y una bruma tenue, grisácea ahora, en suspensión, alrededor, especialmente, de la lámpara. Han de estar oyéndose, allá abajo, en la sala, las voces, peculiares, de la televisión, y detrás de ellas, y debajo, o alrededor, si se quiere, intermitente, la música. Intermitentes, las voces, peculiares, de la televisión, han de estar oyéndose, allá abajo, en la sala, que es otro, con la luz azulada que titila, y ellas dos sentadas en los sillones desde el atardecer, en la penumbra, lugar. Al sacudir, sobre el cenicero, en la mesa, el cigarrillo, el humo tiembla todo, deshaciéndose. Porque ellos, antes, otros, por decir así, podían: de una cara redonda, mate, con un hoyuelo, uno solo, en el pómulo derecho, de unos ojos, y de una frente en la que el pelo estirado hacia atrás, negro, nacía, de la ancha boca abierta, o cerrada, podían, proyectándose, algún signo, algún mensaje, una evidencia, o mejor, una certidumbre, como, por decir así, un diamante de su ganga, sacar. De un signo a otro, de un mensaje, o de una certidumbre, tiraban, por decirlo de algún modo, las líneas, y ponían, en el mundo, como una madre al parir, en el espacio, sólida, a la vista, externa, o como en el aire, volando, imaginariamente, en el vacío, una paloma, irrefutable, una construcción, que servía: una medida que por estar, solamente, cortaba, despedazaba, clasificando, dividiendo, adelante, atrás, después, antes, arriba, abajo, ahora, la mancha continua, vaga, errabunda, idéntica a sí misma, en cada punto, sin centro, y sin, más oscuro, o menos nítido, arrabal. Ningún mensaje, para mí, de ese hoyuelo, que se abre, con la risa, solitario, en el pómulo derecho, ninguna certidumbre que sacar: nada. Y el humo del cigarrillo que retiro, en este momento, de entre los labios, sube, parsimonioso, complejo, hacia el cielorraso. Ha de estar estando, a mi alrededor, iluminada, fría, las calles rectas y desiertas entrecortándose cada cien metros, constante, la ciudad. A mi alrededor, y concéntrica, apretándome, como anillos, la muchedumbre de casas, en uno de cuyos cuartos, en cada una, la misma imagen titila, azulada, tocando vagamente las caras vacías, sin expresión, cambiando, organizada, dada, en la televisión: racimos de mundos dados, dentro de uno, más arduo, que no se da. Ha de estar estando, mientras sube, hacia el cielorraso, parsimonioso, el humo azul, a mi alrededor, indivisa, la ciudad, como un vagón, por decirlo de algún modo, viajando, ¿en qué camino?, ¿y hacia dónde? —en el espacio negro. Han de estar oyéndose, en cada habitación, en la penumbra, las voces, y por debajo, o por encima, o alrededor, si se quiere, una sola, la música. Ha de ser, para cada uno, con la imagen titilante, y las voces, y por encima, o por detrás, e intermitente, la música, el mismo, para cada uno, y otro, para todos los otros, y uno solo, y el mismo, para nadie, con todos y cada uno de los cuartos y todas y cada una de las luces acero, titilantes, lugar: racimos de mundos dados, las casas, los árboles, las terrazas, las calles que se entrecortan cada cien metros, los edificios blanqueados, como huesos, por la luna, los parques negros, los ríos, los bares sucios, todavía abiertos, las siluetas borrosas de los últimos transeúntes que se distinguen más claramente al atravesar, en diagonal, bajo la luz del alumbrado público, las esquinas, los colectivos ocasionales, semivacíos, que pasan iluminados y bramando por las avenidas, con los vidrios de las ventanillas empañados por la helada, los tarros de basura esperando, en el frío, la madrugada, los motores que se escuchan súbitos, a lo lejos, las calles del centro, más brillantes, por el momento, que las otras, el conjunto pétreo en el interior del otro, más arduo, que no se da. Y la mano, al aplastar, contra el cenicero, en la mesa, el cigarrillo, se sacude, desnuda, áspera, sin anillos, la piel llena de hendiduras, las uñas lisas, rosadas, cortas, la mano que ha tocado, una y otra vez, ¿y cuándo?, con los dedos rugosos, el hoyuelo, la mano que al tocar el hoyuelo, una y otra vez, no ha tocado, por decir así, nada, no ha sacado, del contacto, nada, ni experiencia, ni certidumbre, ni mensaje, ni signo, ni recuerdo: nada. Nada, como no sea, fluctuante, la creencia, de que algo, un poco más arriba, en la frente, y detrás, imaginariamente, sin ningún fondo, negra, fosforece, de vez en cuando, de unos cuerpos, fugaces, la emoción, el recuerdo, el placer, el deseo, la desesperación, el hambre. Nada que caiga, al exterior, de esas galaxias, del gran espacio negro sin forma, sin sentido, sin dirección, sin nada más que el ir y venir, errabundo, de esas fosforescencias, de esos brillos que rayan, dejando una cola ardiente que se borra, gradual, a su vez, el vacío, o emergen, desde el fondo, si es que hay, por decir así, un fondo, que resplandecen, durante un momento, y después, en el mismo silencio, y con la misma parsimonia, sin dejar rastro, se esfuman, titilaciones rojas, verdes, amarillas, errabundas, violetas, blancas, cuyo mensaje, nadie, aunque escrute, atento, ese mapa estelar, podría, como quien dice, captar —porque no se dicen, ni dicen, de nada, nada. Los resplandores que a veces, rápidos, se vislumbran, inesperadamente, en el exterior, como suspiros, como una voz, como risas, no vienen, tal vez, de esos pantanos, de esa mancha. Vienen, nomás, desde fuera, de la membrana que separa, por decir así, del infinito, lo actual. La mano que ha sabido pasar, otras veces, sin dejar en él, ni traer, rastros, del hoyuelo viene y pasa, tibia, por la cara. Por un momento se borra todo: la pared amarilla, la mesa, con el cenicero y los libros, con la carpeta verde en la que ha de decir, en letras rojas, irregulares, de imprenta, PARANATELLON, las manchas encuadradas de blanco, de negro, las manchas azules, amarillas, negras, el humo en dispersión, la luz, la biblioteca. Todo en el interior de la galaxia, se confunde, se sobresalta y queda, por un momento, temblando, cuando la mano se desliza, apretándose contra ella, por la membrana. Y mientras la mano va, despacio, a reunirse, sobre el abdomen, con la otra, la galaxia, el espacio negro queda, de un modo gradual, otra vez, inmóvil, mientras reaparecen, del otro lado de la membrana, más allá, el escritorio, los libros apilados detrás, contra la pared, el vaso con los lápices, la carpeta en la que estoy escribiendo, en grandes letras de imprenta, con tinta roja, irregulares, rápidas, PARANATELLON. Estuve o estoy estando o estoy estando estando —irregulares, rápidas, con tinta roja, PARANATELLON. Estuve y estoy estando y estoy estando estando —en grandes letras rojas, PARANATELLON. Y ahora estoy teniendo, otra vez, entre las manos, la carpeta verde en la que está escrito, con tinta roja, en grandes letras irregulares, rápidas, de imprenta, PARANATELLON. Y ahora estoy dejando, otra vez, sobre el escritorio, ¿sin haberla abierto?, la carpeta. Hay la habitación fría, titilante, en la que cada cosa está, y yo mismo, en el mismo, entrando y saliendo de algo en su aparente reposo, lugar. Hay en la habitación fría, titilante, la cama, el escritorio verde, la carpeta, los libros, los papeles apilados atrás, la biblioteca, titilantes, entrando y saliendo, como quien dice, de algo, y en el mismo, siempre, aparentemente, lugar. Ahí están: la biblioteca, la carpeta, la silla, las rodillas, el cenicero, la puerta, siempre en el mismo, mudos, con el Campo de trigo de los cuervos y la luz ligeramente velada por el humo, titilante, lugar. No dicen, como quien dice, nada. Interrogar: interrogar, por orden, uno por vez, o todo junto, todo, interrogar el escritorio, la carpeta, interrogar el diario con las dos fotografías borrosas que no dicen, o no parecen querer decir, por decir así, nada, interrogar la cama, interrogar la silla, la luz, la biblioteca, interrogar, una y otra vez, las voces que hablaron, las caras sin expresión, los recuerdos que los ojos, elevándose, parecían ir a buscar ¿adónde?, y después, otra vez, el diario, las dos fotografías, borrosas, reproducidas, de una sola vez, sesenta y dos mil veces, y después otra vez las caras sin expresión, las voces, los ojos que se elevaban o giraban hacia un costado, como si buscaran, afuera, alrededor, como el que sopa una galletita en una taza de té y se la lleva después a la boca, el relente, el vapor, la imagen, interrogar el hoyuelo, para que diga, por decir así, y de una vez por todas, algo, interrogar la mesa, el plato, interrogar la silla, interrogar la salida y la puesta del sol, los ríos, el verano, interrogar las hojas blancas, las hojas verdes, la llanura, la arena, probar, en definitiva, otra vez, para ver si algo dice, como quien dice, algo, interrogar lo que está siempre, y desde siempre, en el mismo, indefinido, grande, sin bordes que se derramen ni nada más allá de los bordes donde los bordes se puedan derramar, inmóvil, neutro, titilante, lugar. Borrosas, las dos fotografías, sesenta y dos mil veces, ubicuas, no son, sin embargo, nada. No muestran nada. Unas manchas confusas, negras, grises, blancas, que parecieran ser, un escritorio, una silla detrás, una pared, y entre el escritorio y la pared, en la mancha oscura del suelo, la mancha, un poco más oscura, del cuerpo, encogido, boca abajo, dejando ver, bajo la mancha oscura del cabello, una manchita gris, irregular, la cara: el perfil, con la boca abierta. Y después, abajo, la segunda, una mancha blanca: la pared. Y sobre la mancha blanca, cuatro, ¿o cinco?, manchitas oscuras, entre negro y gris: ¿las balas? Y eso es, o pareciera ser, de todo el resto, todo. Interrogar, interrogar todavía: el escritorio, la silla, interrogar las cuatro, ¿o cinco?, manchitas entre negro y gris, en la pared, interrogar el cuerpo caído y encogido, interrogar la boca abierta, la cabeza, interrogar el día y la noche, y otra vez el hoyuelo, y la carpeta verde, y la pared, interrogar los árboles, las hojas de los árboles, interrogar las calles, las caras blancas, vacuas, sin expresión, para ver, una vez más, si algo es capaz de decir, de sí mismo o de algo, algo. Algo de la extensión llena, ondulante, entrecortada, continua, entrando y saliendo, una y otra vez, del baño negro, muerte, resurrección, muerte resurrección, y otra vez muerte y otra vez resurrección, a la deriva, hacia ninguna, y de ninguna, parte, estremecida, estremecedoramente presente, al ojo, al tacto, a la audición, hálitos, nítidos que están ahí y que vienen, sin embargo, la mesa, el escritorio, el hoyuelo, el cuerpo caído y encogido, la salida y la puesta del sol, la biblioteca, ¿de qué mundo? Flotando, a la deriva, pasando, reapareciendo, desintegrándose, cristalizando, en una ondulación continua, ardua, deslumbrante. Ahora estoy encendiendo, la llama que ha subido, después de una minúscula explosión, hacia la boca, un cigarrillo, y el humo flota, a la deriva, pasando, reapareciendo, desintegrándose, cristalizando en una ondulación continua, ardua, deslumbrante. En la cabeza negra del fósforo que sostengo, vertical, entre el pulgar y el índice, la llama, anaranjada, ondula, cambia, y sigue siendo, si se quiere, la misma, se tuerce, se retuerce, ondula, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia arriba, se enrosca, lenta, en el cabo de madera del fósforo, ennegreciéndolo, consumiéndolo, la llama que ahora baja hacia los dedos, mientras a su paso, arriba, el cabo de madera, negro, se dobla, se desintegra sin, sin embargo, desmoronarse todavía, el cabo negro que se parte, por fin, en dos, cuando la llama alcanza los dedos haciendo, rápidamente, sacudir la mano cuyo movimiento, violento, repetido, la apaga. Queda, entre los dedos, un pedacito de madera de medio centímetro, con la punta negra. Sobre el pantalón gris claro, la ceniza negra, cuya cabeza, dura, está todavía intacta. Mientras el índice y el pulgar de la mano izquierda sostienen, vertical, el cabito de madera con la punta negra, los dedos de la mano derecha recogen, delicadamente, la ceniza, la cabecita negra, del pantalón, desmenuzándola, dejándola caer entre el sillón y la biblioteca, en el suelo. Los pedacitos, las motas, apenas si se ven sobre el mosaico amarillo. Los dedos de la mano derecha han quedado, en la yema el pulgar, en el costado y en la yema el índice, ligeramente en la yema el medio, tiznados por la ceniza: manchas negras. Queda, entre los dedos de la mano izquierda, no más largo de medio centímetro, con la punta negra, mudo, el pedacito de madera: ¿hubo, alguna vez, otra cosa, entre los dedos, que un pedacito de madera, ínfimo, no más largo de medio centímetro, con la punta negra?; ¿hubo, en el aire, moviéndose, viva, anaranjada, brillante, entre los dedos, una llama? El cigarrillo humea, consumiéndose, en el cenicero. Y si hubo, alguna vez, entre los dedos, brillante, en el aire, anaranjada, una llama, fue, por decirlo así, ¿en qué mundo? ¿Estuvo estando, estuvo estando estando, está estando, está estando estando, está todavía estando, está todavía estando estando? Estuvo estando y estuvo estando estando y está estando y está estando estando y está todavía estando y está todavía estando estando. El cabo con la punta negra cae, cuando los dedos dejan de aferrarlo, sobre el mosaico amarillo. Ahora los dedos tiznados recogen del cenicero, llevándolo de un solo movimiento brusco a la boca, el cigarrillo. Por un momento no pasa, como quien dice, nada. No vienen, de abajo, de la televisión, ni voces, ni música: nada. Ni de más lejos, de las calles, de las esquinas, de las veredas, de las casas, de las luces inmóviles que han de estar, en el mismo, en la noche, en el frío, lugar, tampoco: nada. Ni de arriba, tampoco, del aire negro, en el que brilla, redonda, gélida, blanca, la luna, tampoco, pareciera, no, tampoco: nada. Hay, únicamente, el humo, que sube, lento, dispersándose, en la habitación, hacia la luz, velándola, ligeramente, y la cama, la silla, la biblioteca, las rodillas, el escritorio con los libros, los papeles, apilados detrás, contra la pared amarilla, el vaso con los lápices, las lapiceras, las manos, el cuadro en la pared, la carpeta verde en la que ha de decir, en grandes letras rojas, irregulares, rápidas, de imprenta, PARANATELLON. Vacío, y más acá, en la superficie, somnolencia. Sobre un fondo de vacío que no es, en rigor de verdad, ningún fondo, aumentando, disminuyendo, avanzando, retrocediendo, acumulándose, el sopor. Y las sacudidas que debieran, por su violencia, disiparlo, son como las sacudidas, por, tratándolo de decir, decir así, de un animal, moribundo, destinadas a espantar una bandada de cuervos: un alejamiento rápido, un revoloteo lento, y después, de nuevo, a asentarse, a devorar. Ya no se sabe, en realidad, dónde queda, por llamarla así, la frontera, ni, en realidad, la realidad. En, por decirlo de algún modo, la probeta del cuerpo, el líquido, transparente, o turbio, del sopor, sube, hasta los ojos, pareciera, y, de golpe, sin, sin embargo, petrificarlos, los coagula. O un hormigueo, u hormiguero, tal vez, que, justamente, no hormiguea, y que se expande, en orden, comenzando, ¿por dónde?, hacia las puntas, desde el centro, hacia las puntas, eso es, para ponerme, en otra, más tarde, nítida, dimensión, después de haber pasado por una zona, digamos, de turbulencia. Entresueño del que podría salirse ¿adónde? O se entra, se diría, más bien, al salir, y por un momento, a una suerte, digamos, de centelleo, de un pedazo, pulido, rápido, nítido, de mundo, que pasa a ser, después, en el recuerdo, lo que llamamos, o lo que creemos que debe ser, no solamente un pedazo, sino todo —el todo— el mundo. Somnolencia, entresueño: y el órgano, que debiera, en todo momento, aferrar, reposa, o se debate, más bien, débil, adormecido, en tanto que adelante, o atrás, o alrededor, desfila, en el humo, grisácea, la materia, y no hay manera, en este estado, de asir, lo que se dice, por el momento, nada. Nada del cenicero, del escritorio, de la carpeta verde, de las dos fotografías, borrosas, repetidas, de una sola vez, sesenta y dos mil veces, ni del hoyuelo, tampoco, nada, salvo, monótono, parejo, estable, el cabeceo. Y, por debajo, sucesivo, móvil, o fijo, tal vez, cambiando o idéntico, en todo momento, a sí mismo, desmedido, el vacío. Fijar la vista en algo, mientras los dedos llevan el cigarrillo hacia el escritorio y lo aplastan, despacio, contra el cenicero. Fijar la vista. En algo. Mientras los dedos. El cuadro: manchas, negras, amarillas, azules, verdes, rojizas, pardas, girando, inmóviles, o en estampida, arremolinándose, trazos aglomerados, inestables, en suspensión, no de conflagración, ni de ruinas, sino de inminencia, sin nada, pero nada, ni de este lado ni del otro, nada más que el telón azul, amarillo, verde, negro, pardo, rojizo, ¿en estampida?, ¿en suspensión?, ¿aglomerándose? ¿dispersándose? ¿antes, durante, después? de la catástrofe, si hay lo que entendemos que es, o que debiera ser, una catástrofe, y sobre todo en torno a qué núcleo, a qué centro, si es que hay lo que entendemos que es, o que debiera ser, o lo que llamamos, un núcleo o un centro: Una mancha negra superpuesta, con violencia, a una mancha azul, sembrada de unos trazos negros quebrados, y debajo, una mancha amarilla dividida, en el medio, por dos paralelas verdes, tortuosas que, inesperadamente, casi en seguida, arbitrarias, se juntan, y debajo, por fin, los fragmentos pardos, rojizos, en estampida —tortuosas, que inesperadamente, y debajo, por fin, los fragmentos, en suspensión, o aglomerándose, o en estampida. Y sin embargo, ni la mancha amarilla es enteramente amarilla, ni la mancha azul es enteramente azul, ni las manchas verdes son enteramente verdes, ni los fragmentos rojizos enteramente rojizos, ni los pardos enteramente pardos, ni los trazos negros, quebrados, ni enteramente negros ni quebrados —las manchas verdes enteramente verdes, ni los fragmentos rojizos, los pardos enteramente, ni los trazos negros, quebrados, ni puede decirse que no haya un centro, siendo, de todos modos, todo él, el centro. La mancha azul y negra se supone que debiera ser, sobre un campo de trigo, el cielo, y la mancha amarilla, debajo de la mancha azul y negra que se supone que debiera ser, sobre un campo de trigo, el cielo, se supone que debiera ser un campo de trigo, y las paralelas verdes, tortuosas, que, arbitrariamente, y de un modo súbito, se juntan, dividiendo en dos la mancha amarilla que se supone que debiera ser un campo de trigo, se supone que debieran ser un camino, y las paralelas verdes, tortuosas, rojizas, pardas, que acompañan, sin sin embargo unirse, sino partiendo, a la izquierda del cuadro, de una mancha común, las paralelas verdes que se supone que debieran ser un camino, se supone que debieran ser, por debajo, ubicua, la tierra, y los trazos negros, nerviosos, rápidos, quebrados, diseminados, sin orden, en estampida, en vuelo, aglomerándose, en suspensión, contra la mancha azul y negra que se supone que debiera ser el cielo, y contra la mancha amarilla que se supone que debiera ser un campo de trigo, se supone que debieran ser ¿en dispersión? ¿aglomerándose? cuervos —de una mancha común, las paralelas verdes que se supone que debieran ser, se supone que debiera ser, por debajo, ubicua, la tierra, los trazos negros, rápidos, nerviosos, en estampida, que se supone que debieran ser, y sobre la mancha azul y negra, vagos, amarillentos, blancuzcos, dos círculos, en una atmósfera no de catástrofe, ni de ruina, no de víspera ni de día siguiente, sino de inminencia, sin que haya, ni antes, ni después, ni de este lado, ni del otro, nada, lo que se dice nada. O fijar, la vista quiero decir, en algo, en otra cosa, y ver, durante un momento, lo que sea necesario, tratando de hacer salir, si fuese posible, por una vez, aunque más no sea, una, por llamarla de algún modo, señal. Pero no, no hay nada: nada en que fijar la vista, nada. Nada dice, por el momento, nada. Y viene, de golpe, o aparece, más bien, todo alrededor, y aquí mismo, sin ninguna cualidad, el silencio. Sopor: y silencio que es ¿permanencia? ¿cambio? ¿permanencia y cambio? ¿permanencia cambio? De ningún modo, nada, pareciera, estaría dispuesto, en el exterior, si alguien, en algún momento, preguntara, a, más o menos claramente, responder. Ni a dejar, como por descuido, o voluntad, sobre todo, de sí o de otra cosa, una punta, rápida, entrever. No: silencio, de este y del otro lado, y de este lado, estable, denso, sopor. En ninguna parte, por el momento, un sonido que se pueda, por decir así, interpretar, o que viniendo, súbito, de las cosas, apareciendo, resonando, se transforme, durante una fracción de segundo, inteligible, en una voz, o sea, para decirlo mejor, o más intencionadamente, si se quiere, en un, anónimo, incluso, impersonal, para nadie en particular, y de nada en particular, para llamarlo de algún modo, llamado. Me paro: el sillón, al crujir, rompe, por decir así, en varios pedazos, y por un momento, el silencio, que en seguida, inmediatamente, se vuelve, como quien dice, a cerrar. Estoy parado, inmóvil, entre el sillón y el escritorio, bajo la luz que el humo, ligeramente, vela, y no viene, desde abajo, desde afuera, ninguna voz, ni la música, tampoco, ningún sonido, de la televisión. No viene, desde afuera, desde abajo, ahora que estoy parado, inmóvil, entre el escritorio y el sillón, desde el lugar en el que ellas han estado, o están todavía, y pueden, muy bien, estar todavía estando, aun cuando estén, ahora, en la oscuridad del dormitorio, acostadas, ningún sonido, ninguna voz. Ahora que estoy abriendo la puerta llega, junto con el aire frío, inmóvil, de junio, desde un reloj lejano, oscuro, imperceptible, una campanada. Inmóvil otra vez, en la puerta, entre la habitación iluminada, llena de humo, cálida, con el sillón, el escritorio, la cama, la biblioteca, y la terraza gélida, oscura, nítida, transparente, sobre la que vigila, por decir así, desde la altura, helada, tersa, la luna. El eco de la campanada resuena, durante unos segundos, evanescente, en mí. No ha dicho, sin embargo, para mí, y sin embargo quiso, probablemente, decir algo, nada preciso: pudo haber sido o bien la de la una, o bien la de la una y cuarto, o bien la de la una y media, o la de las dos menos cuarto, o bien la de la una menos cuarto, o bien la de las doce y media, o la de las doce y cuarto, o también, probablemente, ¿y por qué no?, la última de medianoche; o la última de las once, o bien la de las once y cuarto, o incluso, y probablemente, la de las once y media, o, más seguramente, incluso, y probablemente, la de las doce menos cuarto. Estoy parado en el hueco de la puerta, entre la habitación y la terraza. Y estoy todavía estando, pero no al mismo tiempo, sentado en el sillón. ¿Estoy todavía estando, y no al mismo tiempo, sentado en el sillón? ¿Estoy todavía estando sentado en el sillón y estoy todavía estando parado inmóvil al lado del sillón con el eco de los crujidos que han roto, por decir así, el silencio, y estoy todavía estando atravesando el espacio entre el sillón y la puerta, y estoy todavía estando oyendo, al abrir la puerta, vaga, remota, la campanada, mientras estoy estando, inmóvil, parado, mirando en dirección al frío negro, en el hueco de la puerta, entre la habitación y la terraza? ¿Estoy? ¿Estoy todavía estando? Y si estoy, y estoy todavía estando, estoy y estoy todavía estando ¿en qué mundo? De uno del que no viene, por ahora, ningún llamado. Ninguna voz, en efecto, que obedecer, tampoco, que dé, por decir así, una dirección, cuando me muevo, a mis pasos: no, estoy parado, inmóvil, sin estar yendo, tampoco, a ninguna parte, en el hueco de la puerta, mirando hacia la terraza a la que controla, desde arriba, gélida, la luna, de espaldas a la habitación iluminada en la que el humo pone, delicadamente, una bruma, y he estado atravesando, despacio, el espacio entre el sillón y la puerta, he estado abriendo la puerta, he estado parado inmóvil un momento junto al sillón, he estado levantándome, después de haber estado sentado, en silencio, del sillón, sin sin embargo haber oído, desde ninguna parte, que me diese, digamos, lo que llamaríamos, austeramente, una dirección, súbito, imperceptible, casi inaudible, viniendo del exterior, un llamado. Y ningún llamado, tampoco, me mueve, ahora, a atravesar, por decir así, el hueco de la puerta, dando un paso, un solo paso, hacia la terraza, hacia el frío, a franquear, como por primera vez, o, lisa y llanamente, por primera vez, la puerta: y hay, hay un estruendo, inaudible, cuando paso, a otro, sin la biblioteca, sin el sillón, sin el escritorio, sin el Campo de trigo de los cuervos, la luz ligeramente velada por el humo, lugar. Es otro, y es, sin embargo, y no más grande, el mismo ¿en movimiento? ¿en reposo?, lugar. Ningún llamado, tampoco, ahora, me fija en mi lugar, inmóvil, me hace girar ahora, y me hace, ahora, volver a atravesar, en dirección contraria, ¿y por qué dirección? ¿por qué contraria?, el hueco, por llamarlo de algún modo, de la puerta. Y si hubiese, es un decir, lo que pudiésemos llamar, por decir así, un sentido, o sea un corte, arbitrario, irrisorio, en la gran mancha que se mueve, ¿cómo? ¿dónde? ¿cuándo? y sobre todo: ¿por qué?, si hubiese, entre dos puntos, uno al que pudiésemos llamar el principio, otro al que le pudiésemos decir el fin o, respectivamente, la causa y el efecto, se podría decir que, sin haber recibido ningún llamado, sin ninguna finalidad, paso, del principio al fin, del cuarto iluminado a la terraza gélida, atravieso, como quien dice, el hueco de la puerta, y, sin que haya intervenido ningún llamado tampoco, ningún llamado, del fin al principio, del efecto, por llamarlo así, a la causa, de la terraza oscura, fría, a la habitación cuya luz, tenuemente, el humo vela, sin que nadie, pero nadie, pueda decir verdaderamente cómo, ni dónde, ni cuándo, ni, sobre todo, por qué. Ahora estoy parado inmóvil, de espaldas a la terraza, bajo la luz envuelta en humo, de frente a la pared amarilla, en algún punto de la habitación, entre el sillón y la puerta. En algún punto. De la habitación. Entre el sillón. Y la puerta. En algún punto de la habitación. Entre el sillón y la puerta. ¿En algún punto? ¿En algún punto de la habitación? ¿Entre el sillón? ¿Entre el sillón y la puerta? ¿En algún punto de la habitación entre el sillón y la puerta? Estoy estando, parado, de frente a la terraza ahora, a la puerta abierta, en algún punto de la habitación, que está, a su vez, en algún punto, inmóvil, que está a su vez en algún punto, entre el sillón y la puerta. Ahora estoy atravesando, despacio, por decir así, el hueco: y resuena, en el aire, por primera vez, inaudible, el estruendo: pero no, tampoco, primera no: resuena, así no más, inaudible, el estruendo, al atravesar, por decir así, despacio, el hueco de la puerta. El aire frío toca, o roza, o se instala en, mis mejillas. Avanzo, despacio, hacia el centro de la terraza, bajo la luna: gélida, redonda, amarilla, velando, a su alrededor, las estrellas. Y toda en círculo, y alrededor, la ciudad: otro, en algún punto, con sus manzanas oscuras, las líneas de punto de las lámparas del alumbrado público, sus patios arbolados, sus ruidos súbitos, en permanencia, o cambiando, quizá, confuso, silencioso, lugar. Y las luces, en la enorme, tranquila oscuridad, indicando, cada una, en su lugar, un fijo, reducido, brillante, lugar. Hay, seguro, en alguna parte, a mis espaldas, otro punto, iluminado, con el escritorio, el sillón, la biblioteca, la carpeta verde en la que he escrito, con grandes letras rojas, irregulares, rápidas, de imprenta, PARANATELLON. ¿Hay, en alguna parte, iluminado, lleno de humo, con la lámpara, la cama, el cuadro, y el sillón, ese lugar? No baja, por decir así, de la luna, con la luz gélida, ningún rumor. Y no pienso, tampoco, nada. Por el momento, ahora, ningún rumor, nada. Ningún pájaro, chillando, en la oscuridad, en la altura, hacia otra parte, resaltando, por un momento, negro, rígido, contra la luna, ni ningún signo, tampoco, de que algo, en este momento, vaya, como quien dice, en el cielo, o por aquí, alrededor, a moverse, o a aletear: nada. Ninguna sombra, tampoco, desempastándose, como quien dice, de la sombra, o cambiando, suavemente, de lugar: tampoco, no: nada. Salvo, naturalmente, el sopor, y encima, redonda, gélida, ahora, velando, a su alrededor, y por el momento, las estrellas, la luna. El frío me ciñe. El frío, que hubiese debido, o que debería, más bien, o quizá, ya no sé, que hubiese, si se quiere, o que probablemente, al atravesar, desde el calor de la pieza, el encierro, el hueco, y que viniendo, de golpe, a las mejillas, que debiera, al parecer, contrariamente, disminuir, se diría que hubiese, en efecto, aumentado, en la cara, o, si se quiere, atrás, paradójico, la somnolencia. Es de ese modo que hubiese debido, habitualmente, al parecer, disminuyendo, al salir, y sin embargo, pareciera, al contrario, más bien se diría que, en la cara, o mejor dicho atrás, hubiese, por decir así, nítidamente, aumentado. Errabunda, en flotación, o inmóvil, tal vez, la oscuridad, trae, helada, en un flujo continuo, la luna, las estrellas, luces, manzanas, árboles, alrededor, y se lo vuelve a llevar, y despacio, otra vez, dando una ilusión, paradójica, de inmovilidad, flotando, alrededor, estrellas, luces, árboles. Inesperadamente, al contrario, y por otra parte, en lugar de haber, como se supone que debiera haber sido, en efecto, disminuido, pareciera que hubiese, la somnolencia, atrás, o adentro, mejor, ahora, claramente, al atravesar, desde la pieza iluminada, despacio, el hueco, de un modo nítido, aumentado. Al atravesar, viniendo, o instalado, ya, en la oscuridad, abriéndose, como quien dice, el frío, solidario con ella mejor, o, mejor, uno solo, con ella, me envuelve, ahora, aumentándola y no, como hubiese debido, disminuyéndola. Todo es uno. No pareciera poder, ahora, deslindar nada, lo que se dice nada. No pareciera poder deslindar, en efecto, nada: no pareciera haber, en efecto, por decir así, separación, ni pareciera, tampoco, que hubiese, como parece que debiera haber, un adentro, un adelante, un afuera, un atrás, un, imaginario, alrededor: no, nada. Está, por decir así, la terraza, en el frío oscuro, y la luna, también, y en acumulación, en desorden, diseminados, los patios negros, y los árboles, las casas, las luces, las estrellas también, frías, verdes, inmóviles, todo adentro, probablemente, de algo, y viajando —errabundeando, se diría, más bien, sin ninguna, por llamarla de algún modo, dirección, y sin, por el momento, cohesión, la masa curva que, continuamente, pareciera, se consume, y sigue, sin embargo, igual, y que estando, sin embargo, al parecer, inmóvil, en su lugar, a cada momento, en su lugar mismo, ¿y hacia adónde?, pasa, pareciera, rápidamente en cierto sentido, y se va. Todo, por el momento, al parecer, sería, se diría, uno: sin nada, sin embargo, particular, y ni un adentro, ni un afuera, ni ninguna, como quien dice, vistosa, alegre, diversidad —el flujo, sin períodos, sin ritmo, sin origen, en el que ahora, por decir así, se deriva, y que sería, pareciera, siempre, el mismo, con sus lunas, sus estrellas, sus manzanas abandonadas, sus terrazas frías, el escritorio, el sillón, la biblioteca, el punto entre el sillón y la puerta, renaciendo, consumiéndose, ¿dónde?, ¿cuándo? y sobre todo ¿por qué?, para llamarlo de algún modo, lugar. Está, por el momento, estando, como quien dice, continuo, entero, en su lugar: del sopor, una fragmentaria, sin aplicación, impresión, un magma, por decirlo de algún modo, y nada, pero nada, que sacar. Estoy parado, pareciera, entonces, inmóvil, en la terraza fría, pareciera, sí, momentáneamente, sin poder sacar, de todo esto, nada. Es un estado que, se diría, no debiese, o mejor, no hubiese debido, de ningún modo, en la condición o tal vez, en el nudo, en la raíz, no hubiese debido, o no debiese, mejor, sin embargo, al parecer, apareciendo, confundir, o fundir, borrando los límites, si la expresión pudiese, en este momento, decir, de un modo preciso, algo, no hubiese debido, decía, o no debiese, no debía haber mejor, apareciendo, confundido o fundido. Se diría que, por decir así, de algún modo, fluyendo, y estando, siempre, más bien, en el mismo, nuevamente, lugar, no le queda, como quien dice, para fluir, ningún otro —ningún otro, es decir, en otra parte, donde no esté fluyendo inmóvil, como decía, lugar. Y ahora estoy dando la vuelta, estoy dejando a mis espaldas la luna, las estrellas, y confusa, silenciosa, la ciudad. Estoy, en este momento, dando la vuelta, dejando, como quien dice, a mis espaldas, veladas, las estrellas, la luna, y confusa, en claroscuro, la ciudad. Y voy, por decir así, avanzando, la izquierda, en el interior, ahora ¿de qué mundo?, la derecha, pasando, y no solamente en el espacio, ¿a qué lugar?, la izquierda, otra vez un abismo, la derecha y de nuevo todo, todo, queda, como quien dice, y para siempre, atrás: avanzando, inmóvil, borroso, en la oscuridad, en el frío, habiéndose borrado, imperceptiblemente, los límites: adentro, afuera, abajo, arriba, alrededor, antes, ahora, atrás. La izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha: flotando, errabundeando, sin que haya lo que llamamos, por llamarlo de algún modo, un llamado, que imponga, arbitrariamente, lo que pudiese decirse, por decir así, una dirección, en alguna parte, somnoleando, cabeceando, sin que ningún sobresalto produzca, por el momento, un despertar, y distinguiéndose, a pesar de todo, de todo esto, el sopor, como si hubiese, o como si se pudiese estar seguro de que hay, o de que puede haber, en otro momento, otro estado. Es, pareciera, o está, más bien, aunque sería, en realidad, difícil, si se quisiera, en un momento dado, precisar, es, entonces, en ese, parecería, sin de ningún modo querer, como otras veces, afirmar, en ese, continuo, curvo, tal vez, flujo, en el que lento, estragado, ciego, se deriva, donde hubiese debido, o debiese, mejor, debiese, sí, o no, hubiese debido, mejor, hubiese debido, sí, ¿o debiese?, sí, o no, mejor, hubiese debido, decía, al atravesar, aunque habiendo permanecido hubiese, de todos modos, en cierto sentido, continuado en él, el hueco, con un estruendo frágil, inaudible, que debiese, o hubiese debido, sí, hubiese debido, en lugar de, inesperadamente, decía, y tal vez, también, de un modo, por llamarlo de algún modo, imperceptible, aumentar, que hubiese debido, decía, al atravesar, al estar parado, en la oscuridad, frente a la luna gélida, redonda, blanca, a los techos, confusos, alrededor, a los patios, flotando, errabundeando ¿hacia adónde?, dando la posibilidad, improbable, por otra parte, a un cambio de estado, ligeramente, o gradualmente, incluso, en las mejillas, o atrás, mejor, adentro, disminuir. Atravesando, ahora, el hueco, y entrando, por decir así, en la habitación iluminada. Estoy estando parado en la habitación iluminada, ahora, frente a la cama: y ahora estoy sacándome, sin cuidado, el saco azul de lana y colgándolo del respaldo de la silla; desanudándome, despacio, la corbata, desabotonándome el cuello de la camisa. La corbata, a rayas oblicuas, grises y azules, anchas, cuelga ahora del respaldo de la silla, sobre el saco azul. Ahora estoy sacándome el pulóver blanco, estoy todavía sacándome el pulóver blanco, estoy tirando hacia arriba el pulóver blanco para sacarlo por la cabeza, tirándolo por el cuello, y por un momento, ahora, por un momento, veo la habitación iluminada a través del tejido espeso de la lana que transforma el conjunto en una imagen cuadriculada, acribillada más bien de puntos luminosos y de puntos negros. Y ahora estoy dejando, después de acomodarlo un poco estirando las mangas y doblándolo, el pulóver blanco sobre el saco y la corbata, en el respaldo de la silla. Ahora estoy estando parado inmóvil, en mangas de camisa, entre la cama y la silla, en la habitación iluminada. Hay, pareciera, algo, que quisiera, como quien dice, venir. Pareciera. Como una punta que estuviera, por decir así, desde abajo, desde el fondo, más bien, en este momento: pero no, nada. Inmóvil. En la habitación iluminada que es un, duro, inalterable, frío, velado por el humo, con la cama, la silla, el escritorio, la biblioteca, ¿el mismo? ¿siempre?, lugar. Y ahora estoy sacándome, de parado, ayudándome con los talones, los zapatos. Los pies, enfundados, como quien dice, en las medias azules, tocan, ahora, el mosaico helado. Las manos desabrochan el cinturón, desabotonan, sin apuro, la bragueta: estoy sacándome, apoyándome primero en la pierna derecha, en la izquierda ahora, elevándolo para doblarlo con cuidado tratando de hacer coincidir las botamangas, y depositándolo sobre el pulóver blanco, en el respaldo de la silla, todavía caliente, el pantalón. Que estaba sacándome, sin cuidado, decía, el saco azul de lana, y, decía, colgándolo del respaldo de la silla. Y decía: que me desanudaba, despacio, la corbata, que me desabotonaba el cuello de la camisa, la corbata a rayas oblicuas, grises y azules, anchas, la camisa blanca, colgándola del respaldo de la silla, sobre el saco azul. Que tiraba hacia arriba, por el cuello, el pulóver blanco, para sacarlo por la cabeza, decía, y que veía, por un momento, a través de la malla de lana que me envolvía, como quien dice, decía, la cabeza, el conjunto de la habitación transformado en una imagen acribillada de puntos luminosos y de puntos negros. Que me quedaba un momento, inmóvil, por decir así, en la habitación. Y decía: que después de haber parecido, por un momento, que algo estuviese, como quien dice, tratando, o apareciendo, engañosamente, de aparecer, me sacaba, de parado, ayudándome con los talones, los zapatos, pisaba el mosaico helado con las medias azules, mientras las manos desabrochaban, sin apuro, el cinturón, la bragueta, y decía que apoyándome primero en la pierna derecha, en la izquierda inmediatamente, elevándolo cuidadosamente tratando de hacer coincidir las botamangas, depositándolo sobre el pulóver blanco, en el respaldo de la silla, me sacaba, todavía caliente, de franela gris, el pantalón. Y ahora estoy desabrochándome, blanca, la camisa: tiritando. El calzoncillo, las medias azules, ahora, son, sobre el mosaico amarillo, tres montones oscuros. Estoy, durante un segundo, inmóvil, completamente desnudo, tiritando: en la habitación iluminada, fría, entre el cielorraso y el mosaico amarillo, entre las paredes amarillas, desnudo, durante un segundo, o una fracción de segundo, más bien, somnoliento, tiritando. Un segundo o una fracción de segundo, a la deriva, en el interior de algo, somnoliento, tiritando. La piel entera, ceñida, enteramente, por el aire, apretándose, por decir así, alrededor, y, más que un momento, un estado: o un comienzo, tal vez, o el pretexto, mejor dicho, para un comienzo: porque ellos, otros, antes, podían: mojaban, despacio, detenidamente, llevándosela después a la boca, en la taza de té, la galletita, dejaban la pasta azucarada disolverse en la punta de la lengua, y del contacto venía, férreamente, subiendo, ¿desde qué mundo? el recuerdo. Y ahora estoy sacando, desde debajo de la almohada, plegado, el pijama de frisa, anaranjado. Ahora estoy metiéndome, con el pijama puesto, entre las sábanas heladas, tiritando. Estoy adentro. Y la mano, saliendo de entre las sábanas heladas, va palpando la superficie rugosa de la pared amarilla hasta encontrar, lisa, la llave de la luz. Ahora estoy en la más perfecta oscuridad. No se ve nada, nada, ni adentro, ni afuera, lo que se dice nada: y algo, sin embargo, transcurre, parsimonioso, por decir así, en lo negro, a pesar de la aparente, y no solamente exterior, inmovilidad. Por un momento no pasa, como quien dice, nada, aunque se sepa, ¿desde cuándo?, que algo, en el interior, o en el interior de lo cual titila, por decir así, la negrura, transcurre: en la más ardua oscuridad. Y ver, ahora, pareciera, sí, ver, desde esta nada, si es posible, como antes, como otros, sacar, como un sueño, por decir así, un recuerdo, algo: porque ellos, otros, antes, podían: mojaban, despacio, en el atardecer, en la cocina, en invierno, la galletita en la taza de té, la alzaban hasta la boca depositándola en la punta de la lengua, y desde ahí, de golpe, o gradual, desde la lengua, o desde la pasta azucarada, desde alguna parte, como un vapor, de los pantanos, subía, victorioso, nítido, el recuerdo, el recuerdo que, aunque no sepa, de ningún modo, de qué es recuerdo, ni si hay algo, fuera, que recordar, podría fundar, sin embargo, en la negrura, algo. Ver de ver algo, ahora: algo que, sin ser el comienzo, sirva, sin embargo, para comenzar, o como ejemplo de lo que, comenzando, seguiría. Ver, como quien dice, de ver algo, decía. Ver, aunque los ojos no tengan, en la cuestión, que ver para nada. Estoy, entonces, en la oscuridad, y, mirando, prestando atención, veo subir, lentamente, del pantano, como un recuerdo, el vapor: en una esquina del centro, o de la mente, o a una esquina, más bien, del centro, siempre, o de la mente, como decía, por decir así, hace un momento, si esquina, o centro, o mente, o si momento, pueden, todavía, como quien dice, querer decir, lo que viene viniendo ¿desde dónde?, a una esquina del centro, entonces, en el sol de las doce, voy, despacio, desembocando. He de ser yo, porque soy yo, me parece, el que recuerda. Y la esquina entera, con su sol, sus transeúntes, sus vidrieras, las sombras cortas que se proyectan sobre la vereda gris, los automóviles, cuyas partes niqueladas, rápidas, destellan, las casas, el ómnibus lleno de estudiantes que dobla, lento, de Mendoza a San Martín, sube ahora de los pantanos, brillando, fosforesciendo, errabundeando, por un momento, y se esfuma. Nada, ahora, y todo negro otra vez: y otra vez, ahora, desde abajo, desde el fondo, si se pudiese concebir que hay, por decir así, un fondo, las cuatro esquinas, en el sol de las doce, y los cuerpos que se mueven, o están inmóviles, al sol, las vidrieras, los automóviles, el ómnibus lleno de estudiantes al parecer de otra ciudad, en el interior del cual uno de los estudiantes, a medio incorporar, apunta con su cámara fotográfica hacia la vereda soleada por la cual voy desembocando, despacio, a la esquina, brillando, errabundeando, y nada ahora: todo negro otra vez. En la ardua o neutra, más bien, oscuridad, se sabe que, sin embargo, algo transcurre, y sería, al parecer, más fácil, si se quisiera, detenerlo que encontrar, en la confusión de las horas, entre las turbias visiones, en el desgano, una razón, férrea, constante, luminosa, para desearlo: que fluya, si quiere, constantemente, así, porque no puede, erosionándonos, gastarnos, como quien dice, nada, ya que no pareciera que hubiese, o que se nos hubiese dado, nada, pero nada, que gastar. Y se levanta, ahora, tenaz, como un sol, en el sol, otra vez, el recuerdo: las baldosas grises sobre las que las sombras que pasan, cortas, se estampan nítidas, las cuatro esquinas en las que se amontonan ya sea los desocupados abrigados con sus pulóveres gruesos de todos colores, que están ahí desde por lo menos las once, tomando sol y mirando pasar, una y otra vez, las mujeres que recorren San Martín entrando y saliendo de los negocios, ya sea los empleados de comercio que acaban de dejar su trabajo y que, o bien haraganean al sol o bien se dirigen, hacia las cuatro direcciones, hacia Salta, al sur, hacia Primera Junta, al norte, hacia 25 de Mayo, al este, hacia San Jerónimo, al oeste, a esperar, seguramente, el colectivo, para ir, seguramente, a almorzar a sus casas, las vidrieras, perfectamente acomodadas, relucientes, de zapaterías, de tiendas, de confiterías, de joyerías, de bazares, de farmacias, de sederías, los kioskos de caramelos y cigarrillos, el bar Gran Doria, en cuya penumbra matinal que contrasta con la claridad deslumbrante del exterior, los clientes, que toman café o vermut, se han sentado estratégicamente de modo de poder ver, a través de las grandes vidrieras, lo que pasa en la calle, el interior del colectivo que dobla, cuando estoy desembocando en la esquina, hacia el sur, hacia Salta, el interior del colectivo en el que uno de los estudiantes, a medio incorporar de su asiento ubicado junto a la ventanilla, apunta con su cámara fotográfica en la dirección en que yo, en la vereda gris, voy, por Mendoza, de oeste a este, llegando a San Martín, enfundado, parsimonioso, en mi sobretodo negro, mientras un hombre, doblando de San Martín hacia Mendoza, un hombre con un sombrero gris y un sobretodo del mismo color de entre cuyas solapas asoma una bufanda amarilla, me cede, educadamente, el paso, entre el ruido de las voces y de los motores de los automóviles, y de las risas, y de las puertas que se cierran y que se abren, y de los pasos que se arrastran sobre las veredas, y de los llaveros que los tipos hacen tintinear en sus manos enguantadas —si manos, si llaveros, si bufanda, si yo, si San Martín, si oeste, si vidrieras, si claridad, si comercio, si sombras y si esquina pueden, ahora, y otra vez, significar, como quien dice, y si se me permite la expresión, algo. Hay, por decir así, cuatro esquinas, también, en la mente, en el recuerdo. Y es desde la esquina inferior derecha que voy llegando, despacio, a San Martín, y en la otra esquina, en diagonal, en la esquina superior izquierda, los clientes del Gran Doria, sentados en la penumbra matinal del café que contrasta nítida con la claridad exterior, miran, fumando pensativos, la calle; entre las otras dos esquinas se escalonan, se amontonan, los transeúntes, los coches, el ómnibus lleno de estudiantes, las dos calles que se cruzan, las vidrieras, y por encima de todo, el cielo, azul, que destella —si destella, si todo, si estudiantes, y si café y si matinal, tienen, incluso en el recuerdo, o en la mente, una, por decir así, significación. Y estoy estando siempre, ahora, en la negrura, en el mismo, flotando, errabundeando, dentro de algo, o en algo, que transcurre, con el recuerdo móvil que sube, desaparece, y vuelve, empecinado, victorioso, a subir, desde el pantano, incierto, cambiante y en reposo, reducido, helado, inabordable, desde dentro o desde fuera, lugar. En las esquinas del recuerdo, móviles, confusas, hay, hacia el centro, más claro, las manchas de la mañana que se mueven, las manchas negras, verdes, amarillas, azules, blancas, pardas, las manchas de la mañana luminosa que flotan, cambiando, no únicamente, como organismos vivos, de forma, sino también, y continuamente, de lugar: el cielo azul, lleno de astillas brillantes, liso, por encima de las casas grises o blancas, los automóviles que avanzan lentamente por Mendoza, de oeste a este, rojos, blancos, verdes, azules, negros, amarillos, los motores ronroneando en primera, los gritos y las risas, y las voces, los pasos arrastrándose sobre la vereda gris, las cortinas metálicas que bajan con un estrépito brusco, los llaveros que las manos enguantadas hacen tintinear, las vidrieras perfectamente acomodadas, las bocinas, la semipenumbra matinal del Gran Doria, a través de cuyas grandes vidrieras los clientes que toman despaciosamente vermut o café contemplan, abstraídos, fumando con parsimonia, la calle, las mujeres que pasan, después de haber hecho las compras, cargadas de paquetes, del brazo, bajo la mirada de los tipos abrigados con pulóveres azules, verdes, blancos, ladrillo, lila, rojo, que fuman al sol, apoyados contra las vidrieras o parados, rígidos, en el cordón de la vereda, el ómnibus celeste lleno de estudiantes que han de haber venido, seguramente, a visitar la ciudad, en el interior del cual uno de los estudiantes, a medio incorporar en su asiento, manteniendo un equilibrio difícil como consecuencia de la inclinación del ómnibus al doblar, de Mendoza a San Martín hacia el sur, la esquina, apunta, cuidadosamente, con su cámara fotográfica, que le oculta la mayor parte de la cara, hacia el punto de la vereda gris en el que estoy desembocando a San Martín, justo para obligar al hombre de la bufanda amarilla a desviarse hacia la calle y cederme el paso, a mediodía, en el sol, en la calle, en el invierno luminoso —y los bordes carcomidos, o grisáceos, más bien, del recuerdo, se mueven, se estiran, o se retraen, el recuerdo que ha venido subiendo, por decir así, desde lo negro, y que titila, patente, en el centro del abismo, como si estuviese diciendo, o como si estuviese, más bien, tratando de decir, que hay algo, algo, de donde sacar, como quien dice, la prueba contraria, la negación de la negación de que haya habido, en algún momento, mediodía, invierno, semipenumbra del Gran Doria desde la que hombres silenciosos observan, mientras fuman, la calle a través de grandes vidrieras, ómnibus de otra ciudad en el que un estudiante apunta, con su cámara fotográfica, a la vereda, cuatro esquinas inmersas en un estruendo luminoso, y sobre todo, desembocando desde Mendoza a San Martín, lo que habría de traer, como un recipiente negro, con sus coches, sus vidrieras, sus sonidos, su bufanda amarilla, su luz helada, hasta este punto, el recuerdo. Y como si fuese posible saber, si es de verdad recuerdo, de qué, nítidamente, es recuerdo: o lo que puede haber de común, por decirlo de algún modo, entre la bufanda amarilla, y el recuerdo que sube, ¿de qué mundo?, amarillo, en forma de bufanda que se extiende, ahora, de las esquinas hasta el centro. No pareciera, no, que hubiese, o que debiera haber, mejor, común a las dos manchas amarillas, la que recuerdo, la que recuerdo que recuerdo, o la que creo, más bien, al verla aparecer, recordar, que ha estado, fuera, en alguna otra parte, en otro momento, ningún puente, ninguna, por llamarla de algún modo, relación. Y de los hombres que, creo haber dicho, parecieran estar, en la semipenumbra matinal del Gran Doria, fumando, tomando un café, no sé, verdaderamente, por decirlo de algún modo, nada: no podría decir, probablemente, a esta distancia si toman, de verdad, café, o si fuman, o si son, verdaderamente, hombres, a menos que pegue, por decir así, en ese vacío, recuerdos que no son, en el fondo, recuerdos de nada, de nada en particular, y de los que no podría decirse, ni siquiera, que son verdaderamente, en el preciso sentido de la palabra, si una palabra, ha de tener, obligatoriamente, un sentido preciso, recuerdos. La taza, por otra parte, de café que, se supondría, habría estado subiendo, en ese momento, a los labios, no sería, en realidad, en el recuerdo, ninguna taza, y el café, ningún café, ninguna cantidad de líquido negro, humeante, cubierto de espuma dorada, que no ha ocupado, en ninguna parte, y nunca, ningún lugar, ni pasado, después de no haber sido tomado por nadie, amargo, indiferente, por ninguna garganta: no, no hay, en el recuerdo de ese café, ningún café, y la bufanda amarilla, de la que debiera nacer la mancha amarilla que sube, ahora, sola, del pantano, flota, desintegrándose, ¿en qué mundo, o en qué mundos?

  • Juan José Saer
    Saer, Juan José

    Juan José Saer (Serodino, Santa Fe, 1937-París, 2005) fue profesor en la Universidad Nacional del Litoral. En 1968 se radicó en París y enseñó en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes. Es considerado uno de los más importantes escritores de la literatura en castellano del siglo XX. “El escritor más relevante de Argentina después de Borges» según Martín Kohan”; “El mejor escritor argentino de la segunda mitad del siglo XX, según Beatriz Sarlo”.

    Su relevancia quedó reflejada en el hecho de que tres novelas suyas —El entenado, La grande y Glosa— figuren en la lista confeccionada en 2007 por ochenta y un escritores y críticos latinoamericanos y españoles entre los mejores cien libros en lengua castellana de los últimos veinticinco años.

    Su vasta obra narrativa abarca cinco libros de cuentos

    • En la zona (1960)
    • Palo y hueso (1965)
    • Unidad de lugar (1967)
    • La mayor (1976)
    • Lugar (2000)

    Y doce novelas:

    • Responso (1964)
    • La vuelta completa (1966)
    • Cicatrices (1969)
    • El limonero real (1974)
    • Nadie nada nunca (1980)
    • El entenado (1983)
    • Glosa (1985)
    • La ocasión (1986, Premio Nadal)
    • Lo imborrable (1992)
    • La pesquisa (1994)
    • Las nubes (1997)
    • La grande (2005, póstuma)

    En 1983 publicó Narraciones (relatos); en 1988, Para una literatura sin atributos; en 1991, el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión de la crítica; en 1997, el libro de ensayos literarios El concepto de ficción y, en 1999, el ensayo La narración-objeto. En 2006 se publica de forma póstuma Trabajos, un conjunto de artículos sobre literatura. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977).

    A partir de 2012, comienzan a publicarse la mayoría de los documentos inéditos dejados por Juan José Saer al momento de su muerte, entre los que se encuentran poesías, ensayos y textos heterogéneos: Papeles de trabajo (2012), Papeles de trabajo 2 (2013), Poemas (2014) y Ensayos (2015).

    Su obra, publicada de manera completa por Seix Barral, ha sido traducida al francés, inglés, alemán, italiano, holandés, portugués, sueco, griego, checo, japonés, hebreo, noruego y rumano.