Menu

Año 5 #53 Marzo 2019

Edipo rey

Es imposible leer Edipo rey prescindiendo de lo que sabemos y de las interpretaciones que se han hecho a partir de Sigmund Freud sobre la extraordinaria tragedia de Sófocles. Pero intentemos. Delante de nosotros se desarrollará un drama impar que bien puede ser definido como un thriller.

Edipo era descendiente del rey tebano Layo, quien lo abandonó al nacer porque un oráculo pronosticó que fallecería a manos de su hijo. Criado por el rey de Corinto a quien fue entregado por un pastor que lo encontró en el monte Citerón, al crecer quiso saber quién era en realidad, por lo que decidió visitar el oráculo el cual le dijo que estaba condenado por el destino a desposar a su madre y matar a su padre. Edipo no regresó a Corinto para no cumplir con su destino y se encaminó a Tebas. En el entorno de la ciudad de las siete puertas, la esfinge, monstruo que retaba a todo viajero que pasaba a descifrar un enigma bajo pena de muerte al no acertar, se enfrentó a Edipo.

Edipo descifraría el famoso acertijo (¿Cuál es el ser que con una sola vez tiene cuatro patas, dos patas y tres patas? Edipo acertó al contestar que el hombre es cuadrúpedo al nacer, bípedo en su madurez y anda con tres patas al usar bastón en su vejez.) que motivaría al monstruo al suicidio

 

Edipo rey

Penguin clásicos, 2015. Traducción Luis Gil.

 

Personajes:

EDIPO (rey de Tebas y esposo de Yocasta. Por haber librado a la ciudad de la amenaza de la Esfinge, los tebanos lo habían elegido como rey.)
YOCASTA (reina de Tebas, madre de Epipo)
SACERDOTE (ministro del culto religioso de Zeus)
CREONTE (hermano de Yocasta)
CORIFEO (dirige el coro y es amigo de Edipo)
CORO DE ANCIANOS DE TEBAS
TIRESIAS (un adivino ciego de Tebas)
MENSAJERO I
SERVIDOR DE LAYO
MENSAJERO II

Ante el palacio de Edipo en Tebas, un grupo de ancianos y jóvenes, a cuyo frente está el sacerdote de Zeus, yace en actitud suplicante. En sus manos llevan ramas de olivo con cintas de lana. Edipo sale del palacio, y les contempla en silencio durante un rato antes de tomar la palabra.

EDIPO
Hijos, nuevo linaje del antiguo Cadmo, ¿qué significa esa actitud de súplica que tenéis ante mí, coronados de ramos suplicantes? La ciudad está llena del humo del incienso, y a la vez de peanes y lamentos. Y porque estimo justo el no enterarme por otros de la causa, hijos, he venido hasta aquí en persona, yo, el llamado Edipo, famoso ante todos. Pues, anciano, ya que te cumple hablar en nombre de éstos, dime: ¿Cómo es que estáis en tal postura? ¿Acaso por temor o por deseo? Hazte a la idea de que yo os prestaría mi ayuda por entero, pues insensible habría de ser si no me compadeciera de semejante súplica.

SACERDOTE
¡Oh, Edipo!, soberano de mi tierra, ves la edad de quienes estamos arrodillados junto a tus altares: los unos no tienen fuerzas para volar lejos, los otros, cargados de años, son sacerdotes. Yo lo soy de Zeus, y estos de aquí son la flor y nata de los jóvenes. El resto del pueblo, con coronas, está arrodillado en las plazas, junto a los dos templos de Palas, y cabe a las cenizas proféticas de Ismeno. La ciudad, como tú mismo ves, es víctima de embates excesivos, y aún no puede sacar fuera la cabeza del abismo y del oleaje sangriento. Se consume en los gérmenes fructíferos de la tierra, se consume en los hatos de bueyes que pacen en los campos, y en los partos estériles de las mujeres. Sobre ella se ha abatido y la azota una deidad portadora de fuego, la peste aborrecible que vacía la mansión de Cadmo, en tanto que el negro Hades se enriquece de gemidos y lamentos. No por juzgarte igual a los dioses, ni yo ni estos niños, estamos arrodillados junto a tu hogar, pero sí por tenerte como el primero de los hombres en las coyunturas de la vida y en las vicisitudes originadas por los dioses. Pues tú nos liberaste, a tu llegada a la ciudad de Cadmo, del tributo que pagábamos a la dura cantora, y eso, sin haber recibido de nosotros noticia o lección de provecho; que fue con la ayuda de algún dios, según se dice y se cree, como enderezaste nuestras vidas. Ahora, Edipo, tú que eres a los ojos de todos el mejor, te suplicamos todos los aquí postrados ante ti, que encuentres un modo de protegernos, bien lo sepas por haber oído la voz de un dios, bien porque te lo haya comunicado un hombre. Pues son las gentes de experiencia quienes tienen, según creo, más seguro el resultado de los consejos. Pues, ¡oh tú el mejor de los hombres!, levanta a la ciudad una vez más. Ten cuidado, pues ahora esta tierra te llama su salvador por tu celo de antaño, no vayamos a recordar tu mando, porque gracias a él nos levantamos para caer después. Endereza de nuevo esta ciudad con firmeza inquebrantable, ya que con feliz agüero la ventura de entonces nos procuraste. Ahora, también, muéstrate igual: porque si has de mandar a esta tierra, como la gobiernas, mejor es gobernarla con hombres que vacía. De nada valen una torre o una nave desiertas cuando no hay hombres en ellas.

EDIPO
Hijos dignos de compasión, conocido me es y no lo ignoro el anhelo que os trae junto a mí. Bien sé que todos sufrís, y aun sufriendo, no hay nadie entre vosotros que sufra igual que yo. Vuestro dolor, a cada uno de vosotros sólo y a nadie más afecta. En cambio, mi alma gime por la ciudad, por ti y por mí a la vez. De suerte que no me despertáis dormido en profundo sueño. Habéis de saber que son muchas las veces que he prorrumpido ya en llanto, y muchos los caminos que he recorrido en el peregrinar de mi mente. Y el único remedio que, bien mirándolo, encontré, lo puse en práctica. Al hijo de Meneceo, Creonte, mi propio cuñado, envié a la pítica mansión de Febo, a enterarse de qué había yo de hacer o de decir para salvaguardar esta ciudad. Mas, cuando computo el día en que estamos con el tiempo transcurrido, me angustia la incertidumbre de qué le ocurrirá. Pues, contra lo natural, ya está ausente más tiempo del debido. Pero, cuando llegue, sí sería yo un malvado si no cumpliese cuanto declarase el dios.

SACERDOTE
A propósito lo dices, me acaban de indicar éstos en este momento que Creonte se acerca.

EDIPO
¡Apolo soberano! ¡Ojalá viniera con la ventura de la salvación, radiante, como el brillo de sus ojos!

SACERDOTE
En lo conjeturable al menos, llega con gratas noticias. De lo contrario, no vendría así tan coronado con una guirnalda de laurel con bayas.

EDIPO
Pronto lo sabremos. Está al alcance de la voz. Príncipe, cuñado mío, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta traes del dios?

CREONTE
Una buena, pues digo que, si acaban bien, hasta todas las desgracias pueden resultar venturas.

EDIPO
Pero ¿cómo es el oráculo? Porque, con lo que has dicho hasta ahora, no siento ni confianza ni prematuro temor.

CREONTE
Si quieres oírme, estando a tu vera éstos, dispuesto estoy a hablar, lo mismo que si quieres entrar dentro.

EDIPO
Habla delante de todos, pues el duelo que llevo por ellos es mayor que el que llevaría por mi propia vida.

CREONTE
Diré entonces qué respuesta recibí del dios. Febo nos ordena a las claras expulsar de esta tierra, como si en ella se hubiera criado, un miasma, y no darle pábulo hasta que no tenga remedio.

EDIPO
¿Con qué rito purificatorio? ¿Cuál es la índole del mal?

CREONTE
Con el destierro de un hombre, o bien haciendo expiar la sangre derramada con un nuevo derramamiento de sangre, como si esa sangre fuera la tempestad que azota a la ciudad.

EDIPO
Y ¿cuál es el hombre cuya muerte fatal así denuncia? 

CREONTE
Fue Layo, señor, antaño el soberano de esta tierra, antes de que empuñaras tú el timón de esta ciudad.

EDIPO
Lo sé de oídas, pues jamás lo vi.

CREONTE
Muerto él, ahora claramente nos ordena el dios tomar venganza en quienes le mataron con su mano.

EDIPO
Y ésos ¿dónde están? ¿Dónde se encontrará la pista, tan difícil de rastrear, de culpa tan vieja?

CREONTE
Decía que en esta tierra: lo que se busca se puede encontrar, y se escapa de las manos lo que se descuida.

EDIPO
¿Estaba Layo en casa o en el campo o en tierra extraña cuando fue a caer en ese asesinato?

CREONTE
Ausentándose para ir en peregrinación, según dijo, ya no volvió de nuevo a casa, después de su partida.

EDIPO
¿Y no le vio mensajero alguno, ni compañero de viaje, cuyos informes se pudieran emplear?

CREONTE
Han muerto, salvo uno que, habiendo huido por temor, tan sólo una cosa de las que vio pudo explicar con certeza.

EDIPO
¿Qué cosa? Pues una sola cosa podría dar la clave para enterarse de muchas, si pudiéramos coger un mínimo principio de esperanza.

CREONTE
Dijo que, habiéndose encontrado con él unos bandidos, le dieron muerte no con la fuerza de una sola mano, sino con multitud de ellas.

EDIPO
Pero ¿cómo ese bandido, de no haberse maquinado el crimen desde aquí con dinero, habría llegado a tal extremo de audacia?

CREONTE
Tal era la impresión que se tenía. Pero, muerto Layo, nadie hubo para vengarle en medio de nuestras desgracias.

EDIPO
¿Qué desgracia pudo mediar para impedir que, caída así una monarquía, no se esclareciera el hecho?

CREONTE
La esfinge, con sus enrevesados cantos, nos inducía a pensar en lo que teníamos ante los pies, dejando de lado lo oscuro.

EDIPO
Pues yo lo pondré en claro otra vez, desde su mismo comienzo. Digna de Febo y digna de ti es la solicitud que mostráis por el muerto. De suerte que, con razón, me veréis también aliarme a vuestro lado y tomar venganza en satisfacción de esta tierra y del propio dios. Pues no es por amigos lejanos, sino por mí mismo, por lo que arrojaré de aquí esa impureza; porque quien le dio muerte a aquél, cualquiera que sea, tal vez también con mano similar quisiera atentar contra mí. Así que, al darle satisfacción, me presto un servicio a mí mismo. Pues, muchachos, levantaos al punto de esas gradas, y recoged esas ramas de suplicantes, y que otro reúna aquí al pueblo de Cadmo, en la convicción de que yo haré cuanto esté de mi parte; pues, con la ayuda del dios, se habrá de ver mi triunfo o mi caída.

SACERDOTE
Hijos, levantémonos, pues hemos venido aquí a obtener lo que el rey, en persona, nos promete. Y, ¡ojalá!, Febo, que nos mandó este oráculo, viniera a salvarnos y a poner fin a esta peste.

CORO

Estr. 1

Oráculo de Zeus de dulces palabras,
¿con qué ánimo viniste de Pitón,
la rica en oro, a la ilustre Tebas?
Estoy en tensión, con el corazón tembloroso
de temor, porque con reverencia me pregunto,
¡oh dios de Delos, invocado con gritos de ye!,
qué llevarás a cumplimiento ahora
o en el transcurso de los años.
Dímelo, ¡oh hija de la áurea Esperanza!,
voz inmortal.

Antístr. 1

Te invoco a ti primero, hija de Zeus,
inmortal Atena,
y a Ártemis, tu hermana, guardiana de esta tierra,
que, a fuer de diosa de la Buena fama,
tiene por trono el ilustre círculo
del ágora de Tebas,
y a Febo flechador:
aparecedme en protectora tríada.
Si otrora alguna vez,
al abatirse sobre la ciudad un desastre,
del país fuera echasteis la llama del dolor,
venid también ahora.

Estr. 2

¡Ay de mí! Innúmeras son las penas que soporto.
El contagio afecta al pueblo entero,
y no hay lanza de pensamiento
que pueda defendernos.
No crecen los frutos de la ilustre tierra,
ni en los partos soportan las mujeres
las fatigas causantes de sus ayes de dolor.
Uno tras otro, cual ave bien alada,
más raudos que la llama infatigable,
los puedes ver precipitarse
a la ribera del dios occidental.

Antístr. 2

Privada de su número perece la ciudad,
sus retoños sin piedad yacen por tierra,
muerte a su vez sembrando,
sin recibir el fúnebre lamento.
Esposas, madres también encanecidas,
junto a los bordes de los altares,
unas de un lado, otras de otro,
lloran sus penas lamentables, suplicantes.
Brilla el peán
y, al unísono, el clamor de los lamentos.
Por ello, ¡oh, áurea hija de Zeus!,
envíanos tu amparo de rostro placentero.

Estr. 3

Que el violento Ares, quien ahora,
sin bronce de escudos,
me consume con su llama,
envuelto de clamores, atacándome,
vuelva la espalda en carrera
que desande el camino de mi patria,
fuera de sus fronteras,
hacia el tálamo ingente de Anfitrita,
o hacia las ondas, inhóspitas de puertos,
de las costas de Tracia.
Pues, si la noche deja algo intacto,
contra ello, a su fin, arremete el día.
A ése, ¡oh tú, que de los igníferos relámpagos
la fuerza administras!, Padre Zeus,
fulmínalo con tu rayo.

Antístr. 3

Soberano Liceo, que de las curvas cuerdas
de tu arco, trenzadas de oro, yo quisiera
se repartieran las flechas invencibles
tendidas ante mí, en mi defensa,
y también los ígneos resplandores
de las antorchas de Ártemis,
con los que recorre impetuosa
los montes de Licia.
Y al dios de la diadema de oro, invoco,
que dio su nombre a esta tierra,
a Baco del vinoso rostro,
celebrado con gritos de evohé,
el compañero de las ménades,
para que acuda con la llama
de resplandeciente antorcha…
contra el dios entre los dioses no estimado.

EDIPO
Suplicas, pero lo que suplicas, si quisieras dispensar buena acogida a las palabras que me oigas, y el debido cuidado a la enfermedad, lo podrías encontrar: remedio y alivio de tus males. Y lo que voy a decir, lo diré ajeno por completo a esta historia, ajeno al hecho. Por ello no podría llevar lejos mi rastreo de las huellas, en la carencia de un indicio. De momento, puesto que estoy incluido como ciudadano entre los ciudadanos, con posterioridad a los hechos, a todos vosotros, los hijos de Cadmo, proclamo lo siguiente: A cualquiera de vosotros que sepa a manos de quién pereció Layo, hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo declare todo. Y si tiene miedo, que quite de sí la inculpación, pues no le sucederá nada enojoso, y se irá sin daño de esta tierra. Mas si a alguno, a su vez, le consta de otro de otra tierra que es el asesino, que no se calle, pues le daré recompensa, y por añadidura tendrá mi gratitud. Pero si calláis, por el contrario, y alguno, temeroso por sí mismo o por un amigo, rechaza esta proclama, lo que haré en consecuencia es menester que me lo oigáis. Prohíbo que a ése, cualquiera que sea, ningún habitante de esta tierra, cuyo poder y trono ocupo, le dé acogida, le dirija la palabra, le haga su compañero en las súplicas a los dioses y en los sacrificios, y le dé agua lustral. Que todos le expulsen de sus casas, en la idea de que es él nuestra impureza, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Así es como cumplo yo mi alianza con la divinidad y con el difunto. Y suplico a los dioses que su asesino, bien fuera él solo o con la ayuda de varios como realizó su crimen a escondidas, consuma en la desgracia mala vida como malvado que es. Y añado la súplica de que, si ese hombre llegara a compartir mi hogar, a sabiendas mías, quedara incurso yo en la misma maldición que he proferido contra los demás. A vosotros os encomiendo cumplir todo esto, por mí mismo, por el dios y por esta tierra que perece en tanta esterilidad y abandono de los dioses. Pues, aunque la investigación no hubiera sido impuesta por un dios, tampoco lo natural hubiera sido que vosotros dejarais las cosas estar tal como estaban, sin lavar la mancilla, habiendo muerto un varón excelente y por añadidura rey, sino que las indagarais hasta el fin. Pero ahora, puesto que soy yo quien tiene el mando que tuvo aquel primero, quien tiene su lecho y una mujer que recibió simiente de ambos por igual, y común descendencia de hijos comunes tendríamos, si no se le hubiera malogrado su linaje —que la verdad es que sobre su cabeza se abatió la suerte aciaga—, por todo eso, cual si de mi propio padre se tratara, defenderé yo su causa, y habré de llegar a todo extremo, tratando de encontrar al autor del crimen, para dar satisfacción al hijo de Lábdaco y descendiente de Polidoro, y del antepasado de éste, Cadmo, y del antiguo Agenor. A quienes no cumplan esto les suplico a los dioses que no les brote la simiente de sus tierras ni hijos de sus mujeres, y perezcan de la calamidad presente o de otra aún peor que ésta. A vosotros, en cambio, los demás cadineos, a quienes os parece bien esta proclama, ¡ojalá! os asistan siempre bien la justicia, vuestra aliada, y los restantes dioses.

CORIFEO
Tal como me obligaste con tu maldición, señor, hablaré. Ni lo maté yo ni puedo tampoco indicarte el asesino. A quien nos ordenó esta investigación, a Febo, correspondía el haber dicho quién es el autor del crimen.

EDIPO
Justo es lo que dices, pero obligar a los dioses a lo que no quieren no hay un solo hombre que pudiera.

CORIFEO
Te podría decir lo que en segundo lugar, después de esto, me parece.

EDIPO
Y lo que te parezca en tercer lugar también. No dejes de exponerlo.

CORIFEO
En el señor Tiresias sé que hay un vidente igual que Febo, mi señor, de quien podría recibir el que esto indaga la más exacta información.

EDIPO
Tampoco dejé sin atender esto, que por indicación de Creonte he enviado una pareja de hombres a traérmelo. Y es extraño que no esté ya aquí desde hace rato.

CORIFEO
Por otra parte, los demás rumores son historias necias y viejas.

EDIPO
¿Qué rumores son ésos? Pues examino todo lo que se cuenta.

CORIFEO
Se dijo que murió a manos de unos caminantes.

EDIPO
También lo oí decir yo, pero a quien los vio nadie lo ve.

CORIFEO
En todo caso, por poco miedo que tenga, no se habrá quedado aquí tras oír las maldiciones tan terribles que proferiste.

EDIPO
A quien no vacila en la acción no le asustan las palabras.

(Entra Tiresias guiado por un muchacho con los enviados de Edipo).

CORIFEO
Pues bien: hay quien lo va a descubrir. He ahí a esos que nos traen ya al divino adivino, el único hombre a quien es connatural lo verdadero.

EDIPO
¡Oh Tiresias!, que todo lo sabes, lo que se puede enseñar y lo indecible, las cosas del cielo y las terrenales, aunque no ves, comprendes, sin embargo, en qué pestilencia se halla la ciudad. De ella eres tú, señor, el único patrón, el único salvador que podemos encontrar. Febo, en efecto, si es que no se lo has oído contar a los mensajeros, a nuestro recado contestó con el recado de que tan sólo llegaría el fin de este mal si, enterándonos bien de quiénes son los asesinos de Layo, les dábamos muerte o como desterrados los expulsábamos del país. Así, pues, sin denegarnos mensaje de pájaros o cualquier otro medio que tengas de adivinación, aparta el mal de ti mismo y de la ciudad, apártalo de mí, aparta toda la contaminación del muerto. En tus manos estamos: el prestar ayuda con los recursos y las fuerzas que se tienen es para un hombre la más hermosa de las fatigas.

TIRESIAS (aparte)
¡Ay, ay! ¡Cuán terrible es ser sabio cuando la sabiduría no reporta provecho a quien la tiene! Yo tenía conocimiento exacto de eso, mas lo perdí, pues, de lo contrario, no hubiera venido hasta aquí.

EDIPO
¿Qué ocurre? ¡Cuán desalentado has llegado!

TIRESIAS
Déjame regresar a casa; que sobrellevarás mejor lo tuyo tú y yo lo mío, si me haces caso.

EDIPO
No es justo lo que dices, ni amistoso para esta ciudad que te crió, pues que la privas de esa respuesta.

TIRESIAS
Sí, porque creo que ni siquiera es oportuna tu propia voz. Así que, para que no me ocurra a mí otro tanto…

EDIPO
No, ¡por los dioses!, no des la vuelta si sabes el secreto, pues todos te lo suplicamos de rodillas aquí a tus pies.

TIRESIAS
Porque ninguno de vosotros está en su sano juicio. Mas yo jamás revelaré mis males, y digo míos por no decir tuyos.

EDIPO
¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no lo dirás, y te propones traicionarnos y destruir la ciudad?

TIRESIAS
No seré yo la causa de mi dolor ni del tuyo. ¿Por qué
 preguntas eso en vano? Jamás lo aprenderás de mí.

EDIPO
¡Qué!, grandísimo canalla —pues a las mismas rocas harías perder la paciencia—. ¿No hablarás de una vez? ¿Te vas a mostrar tan impasible y tan reacio?

TIRESIAS
Recriminas mi obstinación, pero no ves la que hay dentro de ti, y me insultas.

EDIPO
Y ¿quién no se irritaría al oír tales palabras con las que privas del servicio que merece a esta ciudad?

TIRESIAS
Todo llegará por sí solo, aunque yo lo encubra con mi silencio.

EDIPO
Pues bien: aun lo que haya de venir es preciso que me digas.

TIRESIAS
No hablaré más. Ante esto, si quieres, monta en la más violenta cólera.

EDIPO
En verdad que, tal como estoy de enfurecido, no omitiré decir nada de lo que pienso. Sabe que me pareces haber cooperado a tramar el crimen y haberlo llevado a cabo, salvo en perpetrarlo con tus manos. Y si, por ventura, tuvieras vista, diría también que el hecho es obra exclusiva tuya.

TIRESIAS
¿De verdad? Te conmino a atenerte a la proclama que diste, y a no dirigirnos, a partir de este día, la palabra ni a éstos ni a mí como mancillador impuro —hazte a la idea— que eres de esta tierra.

EDIPO
¿Con semejante desvergüenza proferiste estas injurias?
 ¿Y dónde crees que podrás ponerte a salvo de ellas?

TIRESIAS
Ya estoy a salvo, puesto que aliento la fuerza de la verdad.

EDIPO
¿De quién la aprendiste?, pues no será de tu arte.

TIRESIAS
De ti, porque tú me empujaste a hablar mal de mi grado.

EDIPO
¿Qué palabras? Dilo otra vez, para que te comprenda mejor.

TIRESIAS
¿No lo comprendiste antes? ¿O es que me estás tentando para que hable?

EDIPO
No te comprendí como para poder decir que quedé enterado. Explícalo de nuevo.

TIRESIAS
Digo que tú eres el asesino del hombre cuyo asesino buscas.

EDIPO
No dirás por segunda vez palabras tan hirientes.

TIRESIAS
¿He de decir también otras cosas para que te exasperes más?

EDIPO
Di cuanto quieras, que quedará dicho en vano.

TIRESIAS
Afirmo que tienes sin darte cuenta el más vergonzoso trato con los seres más queridos, y no ves en qué punto te encuentras de desgracia.

EDIPO
¿Te parece también que vas a seguir hablando así, sin que te duela?

TIRESIAS
Sí, si tiene la verdad alguna fuerza.

EDIPO
La tiene, menos en ti, porque en ti no hay eso, puesto que eres ciego de oído, de mente y de vista.

TIRESIAS
Y tú, un desventurado, al echarme en cara algo que en breve todos te echarán en cara a ti.

EDIPO
Vives en noche perpetua, de modo que ni a mí ni a cualquier otro que vea la luz le podrías perjudicar jamás.

TIRESIAS
No es tu destino caer por obra mía, ya que se basta Apolo, quien se cuida de darle cumplimiento a esto.

EDIPO
¿Es de Creonte o tuya esa patraña?

TIRESIAS
Creonte no es para ti motivo alguno de dolor, sino tú mismo.

EDIPO
¡Oh riqueza, oh dignidad real y arte que al arte sobrepasas en esta vida tan llena de rivalidades! ¡Cuánta es la envidia que se os guarda!, si por ese mando, que como algo regalado y no pedido puso en mis manos la ciudad, Creonte, el leal, el amigo de siempre, ansía derrocarme con una subrepticia zancadilla, tras haber sobornado a mago semejante, urdidor de insidias, mendigo engañoso, que tan sólo en el provecho tiene vista, pero es ciego en su arte. Porque, vamos a ver, dime: ¿en qué ocasión fuiste tú un adivino certero? ¿Cómo es que no indicaste a estos ciudadanos un remedio, cuando estaba aquí la perra cantora? Y, ciertamente, el enigma no era algo como para poder ser resuelto por el primer venido, sino que requería arte adivinatoria. Y ésta, según se vio, no la tenías tú ni por agüeros, ni por habértela enseñado ningún dios. En cambio, llegué yo, Edipo, que no sabía nada, y la hice callar acertando la respuesta con mi ingenio, sin haberla aprendido de pájaros. Y a ese hombre ahora tú le tratas de expulsar, porque crees que habrás de estar a la vera del trono de Creonte. Con lágrimas me parece que tú y el que urdió esto habréis de purgar la culpa. Y, si no me parecieras un anciano, escarmentado aprenderías de qué índole son tus designios.

CORIFEO
A nuestro modo de ver, Edipo, se nos antojan tanto las palabras de éste como las tuyas pronunciadas a impulsos de la ira. Pero no es eso lo que se precisa, sino considerar cómo hemos de cumplir del mejor modo posible el mandato del oráculo del dios.

TIRESIAS
Aunque seas rey, se me ha de conceder por igual, al menos, el poder replicar en términos iguales, porque a eso tengo yo pleno derecho, ya que mi vida no está consagrada a tu servicio, sino al de Loxias, de suerte que no quedaré inscrito entre los patrocinados de Creonte. Y, puesto que me echaste en cara mi ceguera, he aquí lo que te digo: tú, aunque tienes vista, no ves en qué punto estás de males, ni dónde habitas, ni con quiénes compartes la morada. ¿Sabes acaso de quiénes procedes? Sin percatarte de ello, eres un enemigo de los tuyos, tanto de los que están abajo como de los que están arriba sobre la superficie terrestre. El doble golpe de una maldición, la de tu madre y tu padre, en su incansable caminar, te arrojará un día de esta tierra, a ti, que ahora ves bien y después verás tinieblas. Y ¿qué lugar no será puerto de tus lamentos, y que Citerón no resonará con ellos cuando tomes conciencia de esa boda, puerto fatal donde arribaste con travesía feliz? De la multitud de tus restantes desgracias, no te das cuenta, desgracias que te han de igualar con tus hijos. Ante esto, injuria a Creonte y a mi boca, que no hay entre los mortales nadie que vaya a consumirse de modo más desdichado que tú.

EDIPO
¿Acaso es soportable oírle decir esto? ¿No te irás a la ruina? ¿No te irás al momento? ¿No te irás de una vez, volviendo sobre tus pasos, lejos de esta casa?

TIRESIAS
Por mi parte no habría venido, si no me hubierais llamado.

EDIPO
No sabía que fueras a decir insensateces; de lo contrario, jamás te hubiera mandado venir a mi casa.

TIRESIAS
Eso es lo que soy, según tu parecer, un loco; pero para los progenitores que te engendraron, un hombre en su sano juicio.

EDIPO
¿Cuáles? Espera. ¿Qué mortal me dio la vida?

TIRESIAS
Este día te dará la vida y te traerá la ruina.

EDIPO
¡Qué exceso de enigmas y de oscuridades hay en todas tus palabras!

TIRESIAS
¿No eres tú de natural el más dotado para descifrar enigmas?

EDIPO
Injúriame en lo que me encuentres grande.

TIRESIAS
Precisamente esa ventura es la que causó tu ruina.

EDIPO
Pues bien: si salvé a esta ciudad, poco me importa.

TIRESIAS
Me voy entonces. Tú, niño, llévame de aquí.

EDIPO
Que te lleve en buena hora. Tu presencia es un estorbo y una molestia, y con tu marcha, ya no me enojarías más.

TIRESIAS
No me iré hasta haber dicho aquello por lo que vine, sin miedo a tu persona, pues es imposible que me destruyas. Y he aquí lo que te digo: el hombre ese al que desde hace rato buscas, con tus amenazas, con tus proclamas sobre el asesinato de Layo, está aquí; a lo que se dice, es un forastero, un meteco, pero luego se pondrá en evidencia que ha nacido en esta tierra, que es tebano, y no se alegrará con el descubrimiento. Ciego en lugar de vidente, pobre en lugar de rico, se encaminará a tierra extranjera, mostrándose el camino con un báculo. Y se verá que para sus hijos era a la vez hermano y padre, hijo y esposo de la mujer de que nació, sembrador del mismo campo que su padre y su asesino. Entra en palacio y medita esto, y si me coges en error, di que ya no tengo inspiración alguna en la adivinación.

CORO

Estr. 1

¿Quién es, cualquiera que sea, ese que dijo
la vaticinadora roca délfica que cometió
con sangrienta mano crímenes que ni nombrar se deben?
Hora es ya de que entregue su pie a la fuga
con más vigor que los corceles, raudos como la tempestad.
Pues armado contra él se lanza, con fuego y rayos,
el hijo de Zeus, a quien terribles siguen
las infalibles diosas de la destrucción.

Antístr. 1

Cual resplandor, hace un momento dejose ver
del nevado Parnaso la voz que ordena
rastrear por doquier la huella del desconocido.
Entre la agreste floresta, por rocas y cavernas,
va y viene, solitario, al toro semejante, tratando,
desdichado, con desdichado pie, de apartar de sí
el oráculo pronunciado en el ombligo de la tierra;
mas éste, siempre vivo, en torno suyo vuela.

Estr. 2

Terriblemente, terriblemente sí, me conturba el sabio augur.
Ni le apruebo ni repruebo. ¿Qué he de decir?
No sé.
En mis temores vuelo, sin ver lo que está aquí
ni lo que está detrás. Pues ¿qué rencilla hubo
entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo?
Jamás, ni antes ni ahora, me enteré de nada tal
que, sometiéndolo a examen, me permitiera atacar
la fama de Edipo en el pueblo, por prestar mi ayuda
a los Labdácidas en la venganza de una muerte oscura.

Antístr. 2

Pero sabios son Zeus y Apolo y sabedores de las cosas
de los mortales. Pero que entre los hombres un adivino
mayor criterio que yo tenga, es eso un inexacto juicio.
Con todo, con su sabiduría un hombre puede
la sabiduría de otro superar. Pero yo
nunca, hasta ver comprobadas las palabras,
daría mi asentimiento a quienes le reprochan.
Porque a la vista de todos llegose a él un día
la alada doncella, y se le vio sabio en la prueba
y dulce para la ciudad. De ahí que en mi corazón
jamás culpable pueda ser de infamia.

(Entra Creonte en escena).

CREONTE
Ciudadanos, enterado de que el rey Edipo pronuncia contra mí terribles acusaciones, me presento sin poderlo soportar. Porque, si en las desgracias actuales cree haber sido víctima por mi parte, de palabra o de hecho, de algo que tienda a dañarle, ya no hay en mí deseo alguno de vivir por más tiempo con semejante baldón. Pues para mí el daño de esa difamación no es simple, sino gravísimo, si se me da el nombre de canalla en la ciudad, si me lo dais tú y mis amigos.

CORIFEO
Esa injuria se profirió quizá forzada por la cólera más que por íntimo convencimiento.

CREONTE
¿Y quedó en claro que sus palabras fueron que el adivino en obediencia a mis designios mentía en lo que dijo?

CORIFEO
Eso fue lo que se aseguró, pero ignoro con qué intención.

CREONTE
¿Y con semblante normal y en su sano juicio hizo contra mí tamaña acusación?

CORIFEO
No lo sé, pues lo que hacen los gobernantes no lo veo. Pero helo aquí que sale fuera de palacio.

EDIPO
¡Eh, tú! ¿Cómo viniste aquí? ¿Tanta desvergüenza tienes en tu rostro, que llegas a mi techo, cuando eres a las claras el asesino de ese hombre y el ladrón declarado de mi trono? Dime, ¡por los dioses!: ¿viste en mí signo de cobardía o de locura para tramar eso? ¿O lo hiciste por creer que no me iba a percatar de que tu criminal intento se deslizaba dolosamente contra mí, o por pensar que no me iba a defender al enterarme? ¿No es, acaso, una locura tu intentona, el aspirar, sin el apoyo de la multitud y sin amigos, a la tiranía, una cosa que se gana con la muchedumbre y con dinero?

CREONTE
¿Sabes lo que debes hacer? Escucha una réplica equitativa a lo dicho, y luego juzga tras haberte enterado personalmente.

EDIPO
Tú eres hábil de palabra, pero yo soy tardo para comprender tus razones, porque he descubierto que me eres un enemigo peligroso.

CREONTE
Escucha primero ahora cómo te voy a explicar eso mismo.

EDIPO
Eso mismo no me lo expliques, que no eres un canalla.

CREONTE
Si piensas que el obstinarse sin reflexionar es una buena prenda, no estás en tus cabales.

EDIPO
Si crees que, haciendo daño a un pariente, no vas a recibir castigo, quien no está en sus cabales eres tú.

CREONTE
Te reconozco que en eso tienes razón. Pero ponme en conocimiento de qué clase de daño afirmas haber recibido.

EDIPO
¿Trataste de persuadirme o no de que era conveniente enviar a alguien en busca de ese venerable adivino?

CREONTE
Y todavía sigo siendo del mismo parecer.

EDIPO
¿Cuánto tiempo hace ya de que Layo…?

CREONTE
¿Hizo qué? No te comprendo.

EDIPO
Pereció sin ser visto de un golpe mortal.

CREONTE
Podrían contarse largos y antiguos años.

EDIPO
¿Ejercía ya entonces ese adivino su arte?

CREONTE
Sí, sabiamente como ahora, y se le honraba lo mismo.

EDIPO
¿Hizo mención de mí en aquel entonces?

CREONTE
No, en ninguna parte, al menos en mi presencia.

EDIPO
¿Y no hicisteis una investigación sobre el muerto?

CREONTE
La hicimos, ¡cómo no!, y no pudimos averiguar nada.

EDIPO
En tal caso, ¿cómo no dijo eso entonces ese sabio?

CREONTE
No lo sé: en lo que no comprendo prefiero callar.

EDIPO
Pero algo al menos hay que sabes y podrías decir con conocimiento de causa.

CREONTE
¿Qué es ese algo? Si lo sé, no lo negaré.

EDIPO
Que si no se hubiera puesto de acuerdo contigo, jamás habría hablado de ese pretendido asesinato mío de Layo.

CREONTE
Si dijo eso, tú lo sabrás. Pero yo estimo justo recibir de ti las mismas respuestas que tú has recibido de mí.

EDIPO
Pregunta hasta el fin, que no quedaré convicto de asesinato.

CREONTE
Pues bien, ¿qué? ¿Estás casado con mi hermana?

EDIPO
No puede negarse lo que preguntas.

CREONTE
¿Gobiernas el país lo mismo que ella, con iguales atribuciones?

EDIPO
Cuanto ella quiere lo obtiene de mí.

CREONTE
¿Y no me equiparo yo en tercer lugar a vosotros dos?

EDIPO
Precisamente en eso te muestras mal amigo.

CREONTE
No, si me dejas hablar como yo te dejé a ti. Considera esto en primer lugar, si crees que alguien preferiría gobernar con temor a dormir tranquilo, al menos si iba a tener idéntico poder. Yo, por mi parte, a ser rey prefiero obrar como rey, y lo mismo que yo preferiría otro cualquiera que sepa ser sensato. Ahora, ciertamente, obtengo de ti todo sin temor, mientras que, si fuera yo quien mandase, tendría incluso que hacer muchas cosas en contra de mi voluntad. ¿Cómo, pues, puede serme más agradable posesión la realeza que un mando sin penas unido al poder? Todavía no ando tan errado como para desear otras cosas que los honores con provecho. Ahora todos me saludan, todos me dan buena acogida; ahora los que te necesitan me halagan, porque el logro de sus deseos de mí depende. ¿Cómo renunciaría a esto para aceptar lo otro? Una inteligencia en su sano juicio no puede hacerse pérfida. Por consiguiente, ni acaricio este propósito ni me avendría a ser cómplice de otro que tratase de llevarlo a efecto. Y la prueba, aquí la tienes: ve a Pitón y pregunta por el oráculo, para ver si te lo he comunicado fielmente. Por otra parte, si encuentras que yo he urdido algo en común con el observador de prodigios, no me mates con un solo voto, sino con dos, con el tuyo y el mío, una vez que me hayas cogido en culpa. Pero con sólo una sospecha incierta no me acuses, porque no es justo considerar gratuitamente a los malvados hombres de bien, ni a los hombres de bien, malvados. El expulsar a un amigo honesto lo califico igual que el desprenderse de la propia vida, que es lo que más se quiere. Con el tiempo reconocerás esto con certidumbre, ya que el tiempo es lo único que muestra al hombre justo; pues al malvado se le puede conocer en un solo día.

CORIFEO
Bien habló, señor, para quien se precave de error: cuantos se forman rápidamente las opiniones se exponen a equivocarse.

EDIPO
Cuando el que intriga en la sombra es hombre rápido, preciso me es tomar con rapidez mi decisión. Si espero inactivo, los intentos de éste serán hechos cumplidos, y los míos, un fracaso.

CREONTE
¿Qué es lo que deseas? ¿Acaso expulsarme del país?

EDIPO
No, ni mucho menos. Tu muerte, no tu destierro, es lo que quiero.

CREONTE
Cuando hayas mostrado primero cuál es la envidia…

EDIPO
¿Hablas como si no fueras a someterte ni a creerme?

CREONTE
Sí, porque no te veo en tu sano juicio.

EDIPO
Lo estoy, al menos en lo tocante a mis intereses.

CREONTE
Pues debes estarlo igual en lo tocante a los míos.

EDIPO
Pero tú eres un canalla.

CREONTE
¿Y si no comprendieras nada?

EDIPO
Se me habría de obedecer, pese a todo.

CREONTE
No, cuando haces mal uso de tu mando.

EDIPO
¡Oh, ciudad! ¡Oh, ciudad!

CREONTE
También soy yo ciudadano de ella, no tú solo.

CORIFEO
Parad, príncipes. He aquí que veo salir de palacio en buena hora para vosotros a Yocasta, con cuya ayuda es menester dirimir bien esta disputa.

YOCASTA
¿Por qué, desdichados, levantasteis esta insensata discusión? ¿No os avergonzáis, padeciendo el país tal calamidad, de promover rencillas privadas? ¿No entraréis de una vez tú y tú, Creonte, en casa, sin hacer de una minucia una montaña?

CREONTE
Hermana, Edipo, tu marido, pretende darme un trato ignominioso, habiendo escogido una de estas dos desgracias: o expulsarme del país, o prenderme y matarme.

EDIPO
Lo reconozco, porque lo he sorprendido, mujer, atentando gravemente contra mi persona con pérfida astucia.

CREONTE
¡Que no pueda yo disfrutar de la vida, y perezca maldito, si cometí algo de lo que me imputas!

YOCASTA
¡Por los dioses!, Edipo, créele, por respeto ante todo a este juramento por los dioses, después por respeto a mí y a quienes están en tu presencia.

CORIFEO

Estr. 1

Hazle caso, señor, de buen grado;
cuerdamente, te lo imploro.

EDIPO
¿En qué quieres que ceda?

CORIFEO
A éste, que antes loco no era
y ahora engrandece un juramento, respétalo.

EDIPO
¿Sabes lo que pides?

CORIFEO

Lo sé.

EDIPO
Explícame lo que dices.

CORIFEO
Que a un ser querido, por juramento obligado, jamás expulses por un incierto rumor, privándole del derecho de hablar.

EDIPO
Sabe bien que, al pedirme esto, estás buscando mi ruina o mi destierro de este país.

CORIFEO
No, ¡por el dios de los dioses todos el primero,
por el Sol!, pues, así muera de la muerte peor,
dejado de dioses y de amigos, si ésa es mi intención.
Mas, si en mi desgracia ya me aflige el alma
la consunción de la tierra, aflígeme también
que a la calamidad de antes venga a añadirse
la que ambos suscitáis.

EDIPO
Que ése se marche, aunque me sea preciso morir sin remedio, o ser arrojado violentamente de esta tierra en la deshonra. Son tus palabras lastimeras, no las suyas, las que me hacen apiadarme. Ése, dondequiera que se encuentre, me resultará odioso.

CREONTE
Está claro que cedes con reluctancia; pero, cuando termine tu arrebato de cólera, te pesará. Los de talante como el tuyo son con razón a quienes más les duele el soportarse a sí mismos. 

EDIPO
¿No me dejarás en paz de una vez desapareciendo de mi vista?

CREONTE
Me iré, sin haber encontrado en ti comprensión, pero tal como era a los ojos de éstos.

CORIFEO

Antístr. 1

Mujer, ¿por qué te demoras
en llevarle a palacio?

YOCASTA
Lo haré, una vez enterada de lo ocurrido.

CORIFEO
Una sospecha incierta surgió de unas palabras, y también lo que no es justo corroe el corazón.

YOCASTA
¿Por ambas partes?

CORIFEO
Sí.

YOCASTA
¿Y qué se decía?

CORIFEO
Que basta, que basta me parece,
en mi preocupación por el país,
con que quede la querella
allí donde cesó.

EDIPO
¿Ves a qué extremos has llegado, aun siendo hombre de recto parecer, al abandonar mi causa y embotar tu corazón?

CORIFEO
Señor, te lo dije y no sólo una vez:
sabe que cual insensato incapaz de sensatez
me mostraría, si me apartara de ti,
que enderezaste con viento favorable
el rumbo de mi tierra sacudida en la desgracia.
¡Ojalá seas ahora su buen conductor!

YOCASTA
¡Por los dioses! Ponme en conocimiento también a mí de qué te hizo montar en tan gran cólera.

EDIPO
Te lo diré, pues te estimo más que a éstos: fue Creonte, y la conspiración que me tiene tramada.

YOCASTA
Habla, si echándole la culpa vas a contar con rigor la rencilla.

EDIPO
Dice que yo soy el asesino de Layo.

YOCASTA
¿Lo dice por convencimiento propio, o por habérselo oído a otro?

EDIPO
Lo dice por medio de un criminal adivino que me envió, pues en lo que le concierne deja sus labios libres de calumnia.

YOCASTA
Despójate de todo escrúpulo respecto a lo que dices. Escúchame, y entérate de que no hay mortal alguno que posea en lo más mínimo arte adivinatoria. Y te voy a dar breves indicios de ello. Llegole un día a Layo un oráculo —no diré del propio Febo, sino de sus sirvientes— de que habría de ser su destino el de morir a manos del hijo que naciera de él y de mí. Pero a Layo, según se dice, le mataron un día unos ladrones extranjeros en una triple encrucijada. Y en cuanto al niño, apenas habían transcurrido tres días de su nacimiento, cuando aquél, tras atarle las articulaciones de los pies, le arrojó por manos de otro a un monte inaccesible. En este caso Apolo no hizo cumplirse que llegara el hijo a ser el asesino de su padre, ni tampoco que muriera Layo, según temía, a manos de su hijo. Tales patrañas las definieron las palabras de los oráculos, a las que no debes hacer caso en absoluto. Porque aquello cuya conveniencia descubre el dios, lo hace patente con facilidad por cuenta propia.

EDIPO
¡Qué incertidumbre de alma, qué conmoción de mis entrañas me domina desde que te acabo de escuchar!

YOCASTA
¿Qué cuita te inquieta para decir esto con voz alterada?

EDIPO
Pareciome oírte decir que Layo fue asesinado junto a una triple encrucijada.

YOCASTA
Así se decía, en efecto, y aún no ha cesado de decirse.

EDIPO
¿Y dónde está el lugar ese donde sucedió la desgracia?

YOCASTA
La región se llama Fócide, y allí confluyen los ramales de dos caminos, desde Delfos y desde Daulia.

EDIPO
¿Y cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces?

YOCASTA
El hecho se dio a conocer a la ciudad un poco antes de que tú aparecieras con el mando de esta tierra.

EDIPO
¡Oh, Zeus! ¿Qué tienes decidido hacer conmigo?

YOCASTA
¿Y por qué, Edipo, tiene que preocuparte esto?

EDIPO
Aún no me lo preguntes. Y Layo, ¿qué aspecto tenía?; explícamelo, ¿qué edad?

YOCASTA
Era alto; las canas incipientes le blanqueaban ya la cabeza, y no difería mucho de ti en su constitución.

EDIPO
¡Ay, desdichado de mí! Me parece que hace un momento me estaba haciendo incurrir en una maldición terrible sin saberlo.

YOCASTA
¿Cómo dices? No me atrevo a mirarte, señor.

EDIPO
Me domina el desaliento ante la horrible sospecha de que fuera vidente el adivino. Pero me lo harás ver mejor, si aún me dices una cosa.

YOCASTA
Vacilo ciertamente, pero responderé a tu pregunta cuando la conozca.

EDIPO
¿Iba de camino con poca escolta, o con guardia numerosa, cual corresponde a un jefe?

YOCASTA
Cinco eran en total, y entre ellos estaba un heraldo. Un solo carro llevaba a Layo.

EDIPO
¡Ay, esto queda ya en claro! ¿Quién fue, mujer, el que os comunicó la noticia?

YOCASTA
Un siervo, que fue el único que llegó con vida.

EDIPO
¿Se encuentra ahora, por ventura, en casa?

YOCASTA
No, por cierto. Cuando a su regreso de allí te vio a ti con el poder y a Layo muerto, me suplicó, cogiéndome la mano, que le enviara al campo y a los pastos de los rebaños, a fin de quedar lo más lejos posible de la vista de esta ciudad. Y yo lo envié, pues era merecedor, como esclavo, de obtener este favor y aun otro mayor.

EDIPO
¿Cómo podría regresar lo antes posible a la ciudad?

YOCASTA
Eso es fácil. Pero ¿por qué tienes ese deseo?

EDIPO
Temo, mujer, haber dicho demasiadas cosas, y por ello ahora quiero verlo.

YOCASTA
De acuerdo, vendrá. Pero también yo merezco enterarme de qué es lo que te inquieta, señor.

EDIPO
No rehusaré contártelo, cuando mis temores han llegado a tal extremo. Porque ¿a quién más allegado que a ti podría hablar, sumido en congoja semejante? Mi padre fue el corintio Pólibo y mi madre la doria Mérope. Yo era considerado el más principal de los ciudadanos de allí hasta que me sucedió el siguiente caso, digno sin duda de asombro, pero no merecedor de que lo tomara en serio. Un individuo, en un banquete, completamente ebrio, me echó en cara, bajo el efecto del vino, que yo no era el verdadero hijo de mi padre. Apesadumbrado, a duras penas pude contenerme aquel día, y al siguiente, llegándome a mi padre y a mi madre, les interrogué. Éstos se indignaron con el insulto y con quien lo había proferido. Por mi parte, aunque me alegré con sus palabras, sentía siempre la comezón de aquella ofensa, pues había calado en mí muy hondo, y a escondidas de mi padre y de mi madre me encaminé a Pitón. Febo me despachó sin dignarse a responderme sobre lo que hasta allí me había llevado, pero me anunció otras desgracias, terribles y lamentables: que habría de unirme a mi madre, traer al mundo una descendencia cuya vista sería insoportable a los hombres y convertirme en el asesino del padre que me engendró. Al oír esto, midiendo en adelante el camino con las estrellas, huí de la tierra de Corinto, allá donde jamás pudiera ver realizadas las atrocidades de mis funestos oráculos. Avanzando, llego al lugar donde tú dices que pereció este rey. Y te diré, mujer, la verdad hasta el final. Cuando llegué caminando, cerca de este triple camino, me salieron al encuentro un heraldo y un hombre sentado en un carro tirado por caballos, cual el que tú dices. El guía y el propio anciano me empujaron violentamente fuera de la calzada, y yo, en un pronto de ira, golpeé a quien me había apartado, al cochero. Mas, como me viera el anciano desde el carro, aguardando a que pasara a su lado, me dio en plena cabeza con el doble aguijón. Y, ciertamente, no llevó proporcional castigo, pues, recibiendo al punto un bastonazo de esta mano, cayó de espaldas fuera del carro y rodó a tierra. A todos los demás les maté. Así es que si le une a este extranjero algún parentesco con Layo, ¿qué hombre hay ahora más desgraciado que yo? ¿Qué hombre puede haber más aborrecido por los dioses? Pues a ningún ciudadano o extranjero le es lícito recibirme en su morada ni dirigirme la palabra: todos deben arrojarme de su casa. Encima, nadie sino yo fue quien me echó esas maldiciones. Y, por añadidura, mancillo el lecho del muerto con estas mis manos por las que pereció. ¿No soy, acaso, un criminal? ¿No soy un hombre impuro por completo, si es que debo partir para el destierro, y en el destierro no me es posible ver a los míos, ni pisar la tierra de la patria, so pena de unirme en matrimonio a mi madre y dar muerte a mi padre, Pólibo, que me engendró y me crió? ¿Acaso no estaría en lo cierto quien, enjuiciando esto, lo estimara impuesto sobre mí por una divinidad cruel? ¡Ojalá, oh dioses santos y venerables, no vea yo ese día, y desapareciera de entre los mortales sin dejar huella, antes de ver caer sobre mí la infamia de semejante atrocidad!

CORIFEO
Para nosotros, ciertamente, señor, esto es angustioso; pero hasta que no hayas sido informado del todo por el testigo presencial del hecho, ten esperanza.

EDIPO
Es verdad que tan sólo me queda esa esperanza: aguardar al pastor, únicamente.

YOCASTA
Y una vez comparecido éste, ¿qué te interesa?

EDIPO
Yo te lo explicaré. Si se descubre que dice lo mismo que tú, yo, al menos, quedaría libre de culpa.

YOCASTA
¿Y qué me has oído de particular?

EDIPO
Dijiste que contó que unos ladrones le habían matado. Pues bien: si aún sigue diciendo que eran varios, no fui yo quien le mató, porque uno solo no puede ser igual a muchos. Pero si habla de un hombre sin compañía, está ya claro que el delito me es imputable.

YOCASTA
De que así habló, ten la seguridad, y no le es posible desmentirlo, porque fue la ciudad quien lo oyó, y no yo sola. Pero, aunque se desviara algo de su anterior relato, no probará que se cumplió plenamente el homicidio de Layo, el cual, según profetizó Loxias, había de morir a manos de mi hijo. Y, de seguro, no fue aquel niño desdichado quien le mató, pues pereció antes que él. De suerte que, en lo que a la adivinación atañe, ya no volveré a mirar ni a esta mano ni a esta otra.

EDIPO
Juzgas bien. Mas, con todo, envía a alguien a buscar al campesino, y no lo dejes en descuido.

YOCASTA
Lo enviaré al punto. Mas entremos en casa: yo nada haré que no sea de tu agrado.

(Entran los dos en palacio).

CORO

Estr. 1

¡Ojalá a mí unido vaya el destino de observar
la piadosa pureza de palabras y de acciones todas,
sobre las que hay leyes establecidas, sublimes,
engendradas en el éter celestial, cuyo único padre
es el Olimpo, y no les dio vida la mortal naturaleza
de los hombres, ni jamás las hará dormir olvido;
grande es en ellas la divinidad, que no envejece!

Antístr. 1

La soberbia engendra al tirano,
la soberbia cuando hasta la saciedad se harta
en vano de muchas cosas, que no son oportunas,
ni convenientes. Subiendo a la más escarpada cumbre,
se precipita al abismo de lo irremediable,
do no puede hacer uso de los pies.
En cambio, a la emulación beneficiosa para la ciudad
pídole a los dioses que jamás le pongan fin.
Nunca cesaré de tener como patrono a la divinidad.

Estr. 2

Si alguno procede altivamente en hechos o palabras,
sin temor de justicia, sin reverenciar las sedes
de los dioses, ¡ojalá sea víctima de funesto sino!
en castigo de su funesto orgullo, y también si su ganancia
no hace justamente, y comete actos impíos o toca algo intocable en loco
desvarío.
¿Qué hombre en esto se podrá jactar
de rechazar de su alma los dardos de la ira? Si acciones tales reciben honor,
¿para qué debo tomar parte en los sagrados coros?

Antístr. 2

No volveré a ir ya más con reverencia
al intocable ombligo de la tierra,
ni al templo de Abas, ni a Olimpia,
de no cumplirse estas predicciones de modo
que se señalen con el dedo a todos los mortales.
Pues, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón
eres así llamado, tú, príncipe del universo,
que inadvertido no te pase esto, ni a ti
ni a tu imperio eterno e inmortal.
Las antiguas profecías concernientes a Layo,
a punto de quedar en nada, los hombres las excluyen,
y en parte alguna se ve a Apolo con honor.
El culto de los dioses está pereciendo. 

(Sale Yocasta de palacio con una criada).

 

Edipo rey - continuación

 

 

  • Sófocles
    Sófocles

    Sófocles (Colona, 495 a.C.-Atenas, 406 a.C.) fue un poeta trágico griego. Hijo de un rico armero llamado Sofilo, a los dieciséis años fue elegido director del coro de muchachos para celebrar la victoria de Salamina. En el 468 a.C. se dio a conocer como autor trágico al vencer a Esquilo en el concurso teatral que se celebraba anualmente en Atenas durante las fiestas dionisíacas, cuyo dominador en los años precedentes había sido Esquilo.

    Comenzó así una carrera literaria sin parangón: Sófocles llegó a escribir hasta 123 tragedias para los festivales, en los que se adjudicó, se estima, 24 victorias, frente a las 13 que había logrado Esquilo. Se convirtió en una figura importante en Atenas, y su larga vida coincidió con el momento de máximo esplendor de la ciudad.

    Amigo de Herodoto y Pericles, no mostró demasiado interés por la política, pese a lo cual fue elegido dos veces estratego y participó en la expedición ateniense contra Samos (440), acontecimiento que recoge Plutarco en sus Vidas paralelas. Su muerte coincidió con la guerra con Esparta que habría de significar el principio del fin del dominio ateniense, y se dice que el ejército atacante concertó una tregua para que se pudieran celebrar debidamente sus funerales.