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Año 1 #3 Diciembre 2014

La niña verde

Después de Tolkien, la fantasía como género se hundió en múltiples copias de El señor de los anillos. John Crowley no elige este fácil camino al fracaso creando su propia huella.

“La niña verde” integra el volumen Antigüedades

De la veracidad de esta historia han dejado constancia Ralph de Coggeshall y William de Newbridge, y los dos dicen que aconteció en su época, hacia me­diados del siglo XII, en West Suffolk.

En un lugar llamado Pozos-de-Lobos, una mu­jer de la aldea encontró dos niños a la entrada de uno de los pozos, una niña y un niñito más pequeño. Los Pozos-de-Lobos, aunque por todos conocidos, nunca habían sido explorados, pues se los conside­raba peligrosos y de mal agüero, y nadie sabía cómo eran de profundos ni a dónde conducían. Y allí esta­ban los dos, parpadeando a la luz del sol, los pálidos ojos vacíos de imágenes, como si acabaran de abrir­los a este mundo. Eran muy pequeños por lo que aparentaban y tenían la piel verde, ese verde pá­lido, luminoso de los bordes de un cielo crepuscular en el verano.

La mujer soltó la pelota de lana que había estado ovillando, hizo la señal de la Cruz y otras señales con­tra el Mal de Ojo y la Gente Pequeña; los niños la observaban, pero no mostraban ninguna reacción, como si no comprendieran que esos gestos les esta­ban dirigidos. La mujer, sintiendo que a pesar de su color verde —la coloración de la Gente Pequeña—, quizá fueran, después de todo, dos niños que se ha­bían extraviado, se acercó y les preguntó cómo se llamaban y de dónde venían. Los dos retrocedieron asustados, el niño intentando escapar para meterse en la boca del pozo, la niña corrió tras él y lo retuvo, y le habló con palabras de una lengua que la mujer no pudo comprender. Tratando de zafarse de la niña, el pequeño sacudía la cabeza y gritaba, como si no creyera lo que le decía; lo apartó ella brutalmente de la entrada del foso y le habló con dureza. El pequeño rompió a llorar, un mar de lágri­mas, y su hermana —a la mujer le pareció que debían de ser hermano y hermana— lo estrechó con fuerza como para impedir que llorase, mirando todo el tiempo a la mujer con sus grandes ojos pálidos, como pidiendo ayuda, o como si le tuviera miedo, o am­bas cosas a la vez.

La piedad de la mujer prevaleció sobre su senti­miento de extrañeza, y se acercó a ellos, diciéndoles que no tuvieran miedo, preguntándoles si se habían perdido.

—Sí —dijo la niña, y su forma de hablar, aunque diferente del lenguaje humano común, era inteligi­ble—. Sí. Perdidos.

La mujer los llevó a su casa. El pequeño, siempre llorando, no quiso entrar, pero la hermana, a su manera brusca y a la vez protectora, lo condujo aden­tro. La penumbra en el interior de la casa pareció tranquilizarlos, por más que el chiquillo no dejaba de lloriquear. La mujer les ofreció comida, buen pan, un tazón de leche, pero ellos la rechazaron con re­pulsión. La mujer resolvió ir en busca de ayuda y consejo. Haciendo ademanes y hablando con dul­zura, les dijo que la esperasen, que descansaran, que ella no tardaría en regresar; dejó los alimentos a su alcance por si querían comerlos, y corrió a llamar a sus vecinos y al cura, preguntándose si cuando vol­viera los niños verdes, o sus pertenencias, o la casa misma no habrían desaparecido.

Cuando volvió, la acompañaban un tejedor que tenía fama de ser docto en hechizos y otras malas artes y sabía curar la apoplejía, la mujer de éste, y alguno que había encontrado en el camino, aunque no el cura, que estaba durmiendo cuando ella acu­dió a buscarlo; y todos fueron a ver a los niños ver­des, con los perros de la aldea ladrando a la zaga.

Y allí estaban los dos, tal como la mujer los ha­bía dejado, sentados y muy juntos, los verdes pies desnudos colgando fuera de la cama. El doctor en hechizos encendió un cabo de vela bendecida que había traído, pero no inmutó con eso a los niños, que sólo miraban ansiosos y en silencio, como tími­dos animalitos salvajes, aquellos rostros que los ob­servaban desde la puerta y la ventana. En la oscuri­dad de la casa parecían emitir un tenue resplandor, como de miel.

—No quieren comer —dijo la mujer.

—Tráeles ha­bichuelas —dijo el doctor-hechicero—. Habichuelas, eso es lo que come la Gente Pequeña.

En este aspecto al menos, eran Gente Pequeña; cuando la mujer les trajo las habichuelas, las comie­ron los dos sin vacilar y con voracidad, pero seguían rechazando cualquier otro alimento.

No contestaron a ninguna de las preguntas que les hicieron sobre el lugar de donde venían, ni cómo habían llegado a los Pozos-de-Lobos, y cuando se les preguntó si podían volver allí, lo único que hicieron fue echarse a llorar, el chiquillo a todo trapo, la niña como a regañadientes, tenso el rostro y los puños apretados, las lágrimas temblando en las pestañas de sus ojos luminosos. Más tarde, sin embargo, al atar­decer, cuando toda la gente se hubo marchado y cuando el niño, agotado de tanto llorar, se quedó dormido, la mujer, preguntando con dulzura, con la fría mano verde de la niña en la suya, pudo al fin conocer la historia.

Venían, dijo la niña, de un país que quedaba debajo de la tierra. Allí siempre había una luz cre­puscular, “como ésta”, dijo, haciendo un gesto como para abarcar la penumbra de la casa, el azul del cielo que se ensombrecía rápidamente en la puerta y la ventana, y acaso también los pájaros que cuchichea­ban ya, somnolientos, y los susurros del viento del anochecer en el follaje fuera de la casa. Hacía frío en su país; ese hálito frío que los aldeanos sentían ema­nar de los Pozos-de-Lobos, incluso en pleno verano, era la exhalación de su país. Allí, toda la gente tenía la misma coloración; se habían asustado muchísimo tanto del raro color de la mujer como del insoporta­ble resplandor del sol.

Ella y su hermano eran niños pastores, y habían ido en busca de una oveja extraviada. También ellos se habían extraviado, y entonces, después de inter­minables horas de terror, habían oído, a los lejos, repicar una campana. Guiados por el tañido de la campana, habían encontrado la salida del pozo.

¿Pensaban volver a casa?, preguntó la mujer. No, no podrían hacerlo. Todo cuanto en ese país es sali­da, dijo la niña, no es entrada; de eso estaba segura, aunque por qué eran así las cosas no supo explicarlo. No, ellos no podían volver por el mismo camino. Su hermano, dijo, no quería creerlo, pero así era.

Había anochecido, y nuevamente la mujer le ofre­ció a la niña el tazón de leche dulce. Esta vez lo acep­tó, con una especie de temor reverente, y con tanta cautela como si fuera vino de misa, bebió algunos sorbos. Devolvió el cuenco a la mujer y se pasó el dorso de la mano por los labios, con una expresión de temor y a la vez de resolución, como si hubiera tomado veneno deliberadamente. La mujer la puso a dormir en la cama junto con su hermano, y ella misma se acurrucó en el suelo. Durante la noche oyó en más de una ocasión que el niño se despertaba y lloraba; pero la niña no lloró más. Años más tarde la mujer evocó la historia y no pudo recordar si la niña había vuelto a llorar alguna vez.

A la mañana llegó el cura. Interrogó minuciosa­mente a los niños. El pequeño se escondía detrás de su hermana y permanecía en silencio, pero la niña, ahora más suelta de lengua, le contó con su acento tan extraño lo mismo que le había contado a la mujer la noche anterior, insistiendo tímidamente en que esa era la verdad, pese a que el cura trató con astucia de tenderle una trampa para hacerle confesar que eran criaturas del diablo, demonios menores tal vez, o bien ficciones creadas por el diablo para confun­dir e inducir a error a los mortales. No los amedren­tó la cruz ni las reliquias de santos que el cura había traído en un frasco de cristal; sin embargo, la niña no pudo contestar a ninguna de las preguntas que él hizo acerca del Salvador, la Iglesia, el cielo o el in­fierno. Al cabo, el cura se palmeó las rodilla y se levantó, diciendo que no sabía decir quiénes o qué podían ser, pero que al menos era preciso bautizar­los. Y fueron bautizados.

El pequeño seguía inconsolable. No quería co­mer otra cosa que no fueran habichuelas, que engu­llía con voracidad, sin que al parecer le sirvieran de alimento; no hablaba con nadie más que con su her­mana, y con palabras que sólo ella entendía. Se con­sumía rápidamente. La niña no permitía que nadie más que ella lo cuidara, no la mujer, y especialmente no el doctor-hechicero, aunque el niño languidecía a ojos vistas; pronto dejó hasta de llorar; y una no­che la niña despertó a la mujer, y con los ojos secos le anunció que su hermano había muerto. Luego de un tiempo de reflexión y de rezar algunas oraciones, el cura decidió que podía ser enterrado en campo­santo.

La niña continuó viviendo con la mujer, que no tenía hijos y era viuda. Llegó a comer alimentos humanos sin dificultad, y con el tiempo fue perdien­do el color verde, aunque sus ojos seguían siendo enormes y extrañamente dorados, como los de un gato, y nunca llegó a tener una estatura normal, man­teniéndose siempre pequeñita, delgada, y de algún modo insustancial. Ayudaba a la mujer en las tareas de la casa; llevaba a pastar las ovejas de la aldea, es­cuchaba la misa los domingos y los días festivos, iba a las procesiones y a las fiestas de la aldea. El cura, siempre alerta a la posible aparición de signos dia­bólicos, oía contar historias, que era desvergonzada y que no tenía ningún recato y que cualquier mu­chacho que supiera cómo pedírselo podía poseerla bajo el seto; pero no era tal vez la única muchacha de la aldea de la que podía decirse lo mismo.

La mujer, contenta y agradecida de que se hu­biera quedado y no hubiera enfermado como su hermano, dejó de hacerle preguntas sobre su lejano país y lo que allí acontecía; pero muchos otros que­rían escuchar su historia, y venían de lejos a interro­garla. Ella los recibía a todos, sentada en el rincón de la chimenea con su mejor vestido, y repetía para ellos el cuento, que con el correr del tiempo se hizo un poco más largo. Decía que su país se llamaba Sanmartinlandia, porque su santo patrono era San Martín. La gente verde que allí habitaba, decía, era cristiana, y rendía culto a nuestro Salvador, pero los sábados, como los judíos. Decía que a la orilla de su país había un río muy ancho, y que del otro lado de ese río había un país luminoso al que ella siempre había anhelado viajar, pero al que nunca había ido. A veces, cuando hablaba de ese país radiante, los ojos se le llenaban de lágrimas. La mujer, ahora anciana, cuando le oía contar esas cosas, y recordando lo ig­norante que había sido en materia de religión en presencia del cura, se preguntaba si esas historias no serían sustitutos de recuerdos reales de un oscuro y distante país que ella habría perdido con los años así como había perdido su color crepuscular.

Con el tiempo, según consta en las versiones de esta historia, la niña verde se casó con un hombre en Lenna, y allí “sobrevivió largos años”.  No se tienen noticias de que clase de hombre era su marido ni de que clase de esposa fue ella para él; ni si hubo hijos de esa unión y, si los hubo, si la sangre que había en ellos originaria de ese lugar que su madre llamaba Sanmartinlandia los hacía diferentes de otros niños. Si hubo hijos, e hijos de esos hijos, y si por ventura una veta de ese extraño país verde y también del dis­tante país luminoso vislumbrado a través del ancho río se infiltró en nuestra simple raza humana, ha de estar ahora sin duda tan diluida, tan mezclada y aho­gada en luz de día y sangre roja, que ya ni siquiera se encuentra presente en nosotros.

William de Newbridge dice que estos sucesos tuvieron lugar durante el reinado del rey Esteban, y que él al principio no creyó en la historia, pero que más tarde el testimonio general lo convenció de que era cierta.

 

  • John Crowley
    Crowley, John

    John Crowley (1942) trabajó en documentales para el cine y la televisión. Ha obtenido dos premios World Fantasy, un Mythopoeic, un Locus, y el Imaginaire. Desde 1977 reside en Massachussets con su mujer y sus hijas.

    Ha declarado apreciar a Vladimir Nabokov. “He leído a Borges, Márquez, Jorge Amado, Cervantes por supuesto, y a un poeta barroco español, Góngora”.

    Publicó su primera novela, Deep, en 1975. Luego siguió: Pequeño, Grande, Bestias; Aegypto, Amor y sueño, Daemonomani, El verano del pequeño San John, Antigüedades, La Historia secreta del mundo y recopilaciones de relatos.