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Año 3 #29 Marzo 2017

Frío

La mala llama a la mala. La mishiadura es implacable y hacía frío. Y para colmo se descarga una lluvia infernal. La jovata quiere que pague o se vaya. Debe buscar una solución.

Frío

De El fideo más largo del mundo, Biblioteca Abelardo Castillo, Colección Los recobrados, Editorial Capital Intelectual, Buenos Aires, 2008.

 

a Abelardo Castillo

 

La mañana lo recibió con una cachetada imparable de aire frío en todo el rostro. La gente pasaba a su lado sin preocuparse mayormente por la tem­peratura, o al menos le parecía así. Creyó que todos se habían confabulado, que el frío, el ómnibus, los porteros, los empleados, la vida, formaban algo que se había tramado exclusivamente contra él. Quizá no les importe el frío porque tienen que pensar en otras cosas, se dijo.

Y trató de pensar en otra cosa, pero esa otra cosa era un café humeante que podía tomar en la esquina siguiente, humeante y cálido, tres minutos de ambiente acogedor. Y era cuestión de ir a pie o tomar ese café. Y después estaba el otro asunto, en el que no tenía alternativa: o pagaba o lo echaban. La jovata le había dicho textualmente eso, otra cachetada, a la que no se podía contestar. Y mientras recordaba el tono árido e impersonal de la jovata recalcando "le cierro la habitación", el aroma incitante del café lo envolvió duplicando la angustia. Habitación... qué coraje tiene esa mina.

Bueno. Supongamos que me den ese trabajo. El guarda le preguntó de cuánto, mientras registraba sus rasgos y señas particulares para no olvidarlo en el próximo cierre de sección. Supongamos que me lo den. ¿Cómo la con­venzo a la jovata de que me espere hasta que cobre? ¿Y cuándo cobro? ¿Y qué como? Bueno, el problema estaba casi resuelto. Era cuestión de entrar a un bar concurrido, sentarse en una mesa cercana a la vereda, esperar que el mozo fuese a recoger algún pedido. ¿Cuántos cafés hay en Buenos Aires? Y hay unos mozos que miran y miran, psicólogos curtidos que no le traerían a uno ni un vaso de agua. ¿Y cómo la convenzo? Así que la loca tiene una llave maestra y cierra...

Miró hacia afuera y vio su rostro reflejado en la ventanilla. Esa corbata. El día que tenga plata me compro una docena. El día que tenga plata. Supongamos que me den el trabajo. Puedo ir al tipo y decirle: "Señor, usted perdonará que yo le haga un pedido semejante con solo dos días de trabajo, pero me encuentro en una situación muy difícil. Mi madre acaba de sufrir..." Siempre mi vieja. ¿Y si el tipo se da cuenta? No, mejor le digo las cosas como son. "Estoy atrasado en la pensión y yo le pediría que me hiciera el favor de adelantarme..."

Sintió frío. Miró al conductor que luchaba con la palanca de abrir las puertas. La delantera se había trabado. Siguieron. El aire se metía y era inútil protestar.

¿Y si no me dan el empleo? Y si no me paga hoy, lo echo. Si, si, si, condicional supremo, eje del mundo. "Ya estoy cansada de esperar y de sus excusas, ¿me entendió? ¿Usted qué se cree, que esto es un hogar de tránsito?" La jovata, pese a todo, tiene sus arranques humorísticos...

El guarda anunció que en la próxima parada terminaban los de diez antes de Congreso con un tono de posible estafa que le dio asco. Te parecés a la jovata de la pensión, pensó mientras miraba al guarda realizar su recorrida visual tratando de descubrir al degenerado que se había pasado dos cuadras. No me mires a mí, le dijo con los ojos, y no me vengas a pedir el boleto porque te puteo, te juro que te puteo.

El edificio era lúgubre, arcaico. Dedujo que el frío debía entrar por los cuatro costados.

Pasó frente a veinte escritorios simétricamente colocados donde veinte personas indescifrables tecleaban, sumaban, hablaban, sufrían. Las veinte lo miraron con cara de compasión y no pudo saber si era porque no tenía trabajo o porque venía a pedirlo allí. Quizá las dos cosas. El no había elegido el lugar, trató de explicarles. Tengo que agarrar lo primero que venga, ¿me entienden?

Lo atendió la misma gorda, gorda y mal educada. Las gordas no tienen derecho a ser maleducadas, se dijo.

Lo atendió el mismo tipo. Se sentó frente a él. El tipo miraba unos papeles. Debes tener un fato con la gorda. Con esa cara es la única que te puede dar bola. Oyó su nombre, lejano e indiferente, pronunciado por el tipo en un semitono de triste premonición. Sí, aquí está. A ver... un momentito. Dale, infeliz, no te mandes la parte que sabés muy bien cuál es la decisión, le dijo con los ojos. El tipo se levantó, trajo una carpeta, sacó otro papel... Sí, la gerencia ha tenido muy en cuenta su solicitud, señor... y volvió a buscar el nombre perdido e insignificante, pero teniendo en cuenta que en la actualidad...

Empezó a caminar de vuelta. Hizo el cálculo. Unas treinta cuadras. No son muchas, se dijo, pero con este frío... y las ganas que tengo de tomar un café. Puso una mano en el bolsillo de adentro y sacó un paquete de cigarrillos en el que quedaba uno solo. Se lo llevó a la boca y súbitamente llevó su mano al bolsillo de afuera. Contó todas las monedas. Guardó el cigarrillo y a las veintisiete cuadras tomó un café, fumó inmediatamente el cigarrillo y llegó hasta la esquina de la pensión. El mediodía se le había venido encima sin que tampoco hubiese podido evitarlo. En el restaurante había ya mucha gente comiendo. ¿Cómo hacer para pagar?, pensó. Sintió hambre, mucha. La jovata debe estar sirviendo la sopa... Bueno, después de todo me dijo esta noche, así que puedo ir y comer. Quedó con el cerebro en blanco por unos instantes. Luego se dijo: no seas infeliz. En cuanto te vea entrar te tira con una silla. ¿Cuántos años tendrá la jovata? Cuarenta y pico, fácil. ¿Y el marido? ¿Por qué la habrá dejado? ¿Por qué? Rió para sí. Con esa cara, ni San Francisco la aguanta. Cuarenta y pico. ¿Y que no se acuesta con un tipo? Volvió a reír. ¿Y cómo la convenzo? ¿Qué le digo?

Sintió que el sol se había ido. Lo único que faltaba, pensó. El cielo estaba gris y negro. Lo único que me falta es que llueva. Me agarra el sobretodo y mañana tengo que salir en camiseta. ¿Mañana? Se le antojó que mañana estaba lejísimo, que no llegaría nunca.

Algunas gotas lo mojaron. Puteó por lo bajo y cruzó la avenida. Si me meto ahora en la pensión, la jovata no me puede agarrar porque está en la cocina controlando a la gallega para que no la afane, reflexionó. Llegó a la puerta cuando se desencadenaba la lluvia y sigilosamente fue hasta su puerta. Abrió. Todo estaba igual. La sirvienta había hecho la cama como siempre, tirando las sábanas hacia atrás junto a las frazadas, tapando todo con el cubrecama, viejo y sucio.

Se sacó el sobretodo junto con el saco y se acostó. Miró sus zapatos viejos y opacos. Tendría que darles una lustrada. Al rato se respondió que ni con un kilo de pomada podría sacar brillo.

Volvió a sentir hambre. El olor de la comida se le colaba por algún lado. Guiso de mondongo, supuso. Cerró los ojos.

El pollo allo spiedo estaba algo crocante, como a él le gustaba, y en la botella de borgoña solo quedaba para la última copa. El mozo, que era parecido al guarda del ómnibus, le trajo un sambayón al marsala. Sacó un Chesterfield y empezó a fumarlo. Una mina joven y bien vestida lo miraba desde la mesa de enfrente. El mozo trajo la cuenta y golpeaba sobre su mesa porque él no tenía plata para pagar y el mozo seguía golpeando y protestando.

Despertó. Instintivamente miró hacia el despertador (en el Banco no se lo habían aceptado) y vio que eran las cuatro y media. La puerta temblaba ante los golpes. Es la jovata, se dijo. Se levantó, sintió un vacío infinito en el estómago, dijo un va despreocupadamente pensando y abrió la puerta. Llovía a baldazos. Por el escaso espacio que le dejaba la jovata parada en la puerta vio cómo el caño de desagüe estaba a punto de caerse arrastrando con él a todo lo que estaba desesperadamente aferrado. Hacía frío. Sintió frío. Dentro suyo también. ¿Cuántos años tenés, jovata?

—¿Y?

—Escúcheme, señora. Hoy a la mañana estuve en esa casa que le dije y...

—No me importa dónde estuvo. Le dije que hoy tenía que pagarme, ¿no?

—Sí, lo sé perfectamente, pero si no puedo...

—Si usted no puede, yo tengo otro pensionista que puede. Yo necesito el dinero. ¿O se cree que a mí me lo regalan todo?

—No, por supuesto que no, señora. Pero yo no veo otra alternativa. Créame que no estoy pasando por esta situación porque me guste. Le pido que haga algo por un semejante. Usted sabe muy bien que mientras trabajé, nunca dejé de pagarle. En cuanto consiga trabajo y cobre, le voy a pagar todo.

—No puedo. Esta noche me paga o se va.

Y después de unos instantes la puerta:

—Y hoy puede bajar a comer. No soy tan bestia como para negarle comida a nadie.

Salió. La pieza estaba fría nuevamente. Era suficiente abrir la puerta para que todos los vientos del mundo confluyeran en ella. Se acostó. Volvió a pensar en todas las posibilidades agotadas para conseguir plata. Luego de ese castigo morboso, acomodó mejor su cabeza en la desfalleciente almohada y rogó porque el tiempo se detuviese allí, a las cinco menos cuarto de la tarde. El mismo ruego que había hecho una semana atrás, un mes atrás, tres meses atrás.

—Ni siquiera he salido. Era inútil. Además, llueve, y si me mojo esta ropa...

—Mire, señor...

—Sí, señora, está bien. Únicamente le pido el último favor. Déjeme quedarme esta noche. No puede echarme como a un perro, en medio de esta lluvia y con este frío. Por favor...

Vio en el rostro de la jovata un lejano e imperceptible gesto.

—¿Para qué? ¿Para que mañana tengamos la misma escena?

—No. Le doy mi palabra que mañana me voy. Palabra.

—No es la primera vez que pasa esto.

—Sí, ya sé. Pero ¿dónde voy a ir en una noche como ésta?

—¿No tiene a nadie? ¿Ningún amigo para...?

—No. Nadie. Es una palabra muy fea cuando llueve y hace frío, ¿no? 

—Sí, la verdad es que está lloviendo tanto que...—Ajá. Uno está acostumbrado a la soledad, pero de pronto una noche hace frío. Mucho frío. Y uno piensa que... bueno, es mucho más lindo prender la estufa, sentarse al lado de... Bueno, tomar un café y reírse de la lluvia y el viento...

—Sí...

—Pero uno está tan solo que... Y no tiene a nadie a quien...

La miró en los ojos. Por primera vez pensó en el rostro de la jovata. Cansado, amargo, seco. Afuera, el viento traía lluvia y lluvia y lluvia. La jovata permaneció estática, con los ojos fijos en veinte años de su vida. Quiso fijarle una edad, pero no pudo. Iba a seguir hablando, pero se detuvo. Tenía que pensar en algo definitivo. No se le ocurría nada.

Un golpe de viento abrió de pronto la puerta, que se estrelló contra la pared, y una ráfaga cubrió toda la pieza.

La jovata se estremeció, sorprendida por la espalda, pero no se movió.

Él fue hasta la puerta y la cerró. Hubo un silencio espantoso. El quiso volver a abrir la puerta y salir.

La vio de atrás. Estaba inmóvil. El viento bramaba y el diluvio se recreaba segundo a segundo contra la chapa de cinc. Por debajo de la puerta, por una hendija mínima e incontrolable, el viento musitaba una tenue y audible melopea que llegaba a sus oídos como una advertencia.

Dio vuelta la llave. Por un segundo secular, la pieza repitió el eco metálico y seco que ahogó el viento rugiente, afuera, pasando de largo.

  • Bernardo Jobson
    Jobson, Bernardo

    Bernardo Jobson (Vera, provincia de Santa Fe, 1928-Buenos Aires, 1986) fue periodista en los diarios La Opinión y Tiempo Argentino entre otros, traductor y redactor publicitario. Escribió los libros Memorias de un soldado raso y Veinticinco watts, aunque los originales se extraviaron, por lo que estos se consideran irrecuperables; lo mismo sucedió con El carnet de Dios, el guión de una de sus obras de teatro inéditas, y la recopilación de notas humorísticas Diccionario enciclopédico argentino. Fue miembro de las revistas El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. El fideo más largo del mundo (Buenos Aires, 1972) es su único libro publicado.